El despertar

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Despego los ojos con dificultad. Me cuesta un mundo abrirlos; lo único que quiero es seguir durmiendo porque me noto muy cansada, pero hay algo extraño en esta escena. Para empezar la claridad que hay aquí y lo blanco de las paredes. El olor estéril que impregna el lugar y la incomodidad de esta cama estrecha y de sábanas ásperas. Al moverme percibo un tirón en mi brazo y algo que está unido a él.

Hago un esfuerzo por desperezarme y enfocar la mirada; no obstante, no me tranquiliza mucho lo que veo. ¡Estoy en el hospital! Y llevo una vía puesta que me suministra suero (al menos eso espero).

¿Qué hago aquí?

—Tranquila, todo está bien —rumia una voz bajito.

Me giro sobresaltada y distingo a Senén a mi lado, sentado en una silla. Está con el pelo revuelto y aspecto cansado.

—¿Qué me ha pasado? —pregunto ronca.

—Has tenido una bajada de tensión. Han querido tenerte en observación puesto que no te despertabas —dice eso último analizando el gotero.

—¿La tensión baja? —repito sin poder creérmelo.

Asiente distraído y emite una mueca que no interpreto. Tiene la mirada perdida en algún punto de la habitación.

—Bella Venec, ¿acaso no sabes que la ansiedad hace fluctuar la tensión y que es más lógico que la tengas baja que alta? —me comunica sin mirarme—. Los nervios provocan mucho desgaste y cansancio, y el cuerpo se acaba resintiendo. Tu cuerpo te está pidiendo un alto a gritos.

Me sorprende un poco esa revelación. Realmente creí que mi tensión estaría alta y a punto de un jamacuco brutal, ya que suelo estar alerta y más activa de lo normal. Me alivia en cierto grado esta información, no así el estar atrapada aquí a la espera de que me vengan a auscultar y dar el alta.

Sin mucha demora, entra una enfermera y se acerca a mí tendiéndome un termómetro (imagino que Senén le haya dado a algún botón para avisar de que estoy despierta). Me lo coloco debajo del brazo y esperamos hasta que suena. Apunta la temperatura en un papel sobre una carpeta metálica y antes de que acabe, otra de sus compañeras se interna en la estancia con un tensiómetro para comprobar mis constantes. Ahora sí que me pongo nerviosa. A este aparato siempre lo hago marcar presiones altas y al borde de la arritmia. De ahí mi sorpresa por tener la presión arterial baja. La abrazadera de mi bazo empieza a inflarse hasta que noto el latido en él. Respiro hondo buscando la calma hasta que se deshincha y me lo quitan del brazo. Analizo sus expresiones en busca de algo anómalo, pero se marchan sin siquiera despedirse. No es que esperase un trato amable, eso jamás, pero sí una mínima interacción ya que no soy un maldito mueble.

—¿Qué hora es? —le pregunto a mi acompañante.

—Las ocho y media de la mañana. Supongo que el desayuno no tardará en llegar.

Eso en verdad no me preocupa. ¡Solo quiero abandonar este lugar cuanto antes!

—¿Por qué estás aquí? —espeto cuando analizo la situación.

Recuerdo haber discutido con él y cerrarle la puerta en las narices y... ¡uff! ¡LO BESÉ! ¡Tierra trágame! ¡Qué vergüenza!

Me cubro mejor con estas sábanas sobre este camisón cutre y abierto en la espalda, e intento parecer impertérrita. ¡Ojalá no esté roja como un tomate! Lo noto enderezarse en su incómodo asiento y observarme.

—¿Qué se supone que debería haber hecho? ¿Abandonarte a tu suerte? —la inflexión de su voz me hace sentir incómoda.

—No tienes ninguna obligación conmigo. De hecho, una vez que ya estaba en manos de expertos tú no pintabas nada aquí.

Los colores que olvidéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora