Fárrago

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Una figura oscura se cierne sobre mí impidiéndome ver la ventana por la que entré. Con los nervios, se me resbala el cuchillo de la mano y antes de que me pueda agachar a recogerlo, me retienen por las muñecas. Me resisto y tiro para zafarme; no lo consigo. La desesperación es tal que le doy una patada en la espinilla, o eso creo, con toda mi fuerza.

—¡Auch!

Sigo forcejeando desesperada por alcanzar el metal del suelo.

—¡Para, para! ¡Soy yo!

Me detengo al creer que distingo esa voz.

—¿Senén? —inquiero aliviada cuando creo diferenciar su rostro apenas, por la luz que se filtra de la luna llena.

—¿Estás bien? —pregunta mientras me abrazo a él, temblando.

—Sí, creí que eras... —Suspiro con el pánico haciendo mella en mí.

—¿Qué ha pasado? ¿Te ha atacado? —Me separa para intentar inspeccionarme, pero apenas nos vemos.

—No, no. Nadie me ha atacado. Llegué y vi la ventana rota.

—¿¡Y te internaste tú sola!? —alza la voz—. ¿Se puede saber en qué piensas?

¡Buena pregunta! Ni yo lo tengo muy claro.

—Está bien, no fue mi idea más brillante...

—¡Fue una completa estupidez! ¿Y si te llega a pasar algo? ¿Es que quieres hacerle compañía a Mayra? —se ofusca.

—¡Vale, tienes razón! —le grito cuando su miedo me cala hondo.

—¿Sabes cómo me sentí cuando tu amigo me dijo que te habías ido sola? Casi me da algo. ¡Eres una inconsciente! —me abronca.

Quiero atajarlo y que deje de recriminarme cosas, pero es que no tengo nada lógico con lo que argüir que me he expuesto solo por no poner mi cerebro a funcionar. Senén respira agitadamente y me contempla serio; yo lo miro a su vez, callada y sobrecogida por su angustia. Me vuelve a abrazar sosteniendo mi cabeza entre sus manos.

—Si te pasara algo...

Me recuesto en su pecho absorbiendo su calor. Tras un minuto, levanto mi rostro para mirarlo y comprobar si ya se le ha pasado el enfado; sin embargo, me encuentro con un destello de azul que me contempla a través de sus tupidas pestañas. Su intensidad traspasa esta oscuridad que nos envuelve y su respiración choca contra mi cara como tantas otras veces. Me separo lo necesario para observarlo mejor. Él no me suelta, y yo evito por todos los medios forzar nuestra lejanía. Lo quiero cerca.

Coloco con cuidado las palmas de mis manos a la altura de sus pectorales y voy subiendo hasta sus hombros, temiendo que en cualquier momento me pueda apartar; palpo su cuello y acaricio su rostro. No lo quiero cabreado conmigo. A él no.

Desciende hasta que nuestras narices chocan y nuestros labios expiran. Cuelo mis dedos en su pelo con deleite mientras él me aprieta más por la cintura. Nuestras bocas buscan encontrarse, mas nosotros ladeamos nuestros rostros buscando otra vía de escape, puede que recreándonos en este momento. Nuestras mejillas se rozan, nuestras frentes, la comisura de nuestras bocas con los pómulos, ojos, orejas, lóbulos y... A un gesto de distancia nos miramos uno al otro pidiéndole permiso a la nada, porque nuestros labios se topan, se saborean y se aprietan desesperados. Mi cuerpo se pega al suyo y mi manos lo aproximan más a mí por la coronilla. Repasa con su lengua todo mi interior y gemimos al unísono. Lo exploro hasta que nos paladeamos como auténticos desquiciados buscando la cordura. No la hay. Simplemente, no la hay.

El beso se prolonga todo lo que nuestros pulmones nos permiten, que siento que no es suficiente, porque hemos de recobrar el aliento. Y aunque nuestros labios se topan y se acarician con mucho deseo, la brevedad en cada nuevo toque da paso a que la realidad no separe. Lo veo reflejado en su semblante antes de que diga nada.

Los colores que olvidéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora