Los martes no son mejores

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Antes de salir hoy de casa, oteé por todas las ventanas de mi vivienda y revisé la mirilla de la entrada mil veces, por lo menos. He estado toda la mañana de un lado para otro, recogiendo cosas, limpiando, poniendo lavadoras y tendiendo la ropa. Tengo el armario ordenado como nunca, y no sabía la de espacio que estaba malgastando. El baño de mi habitación brilla tanto que hasta me duelen los ojos. El hogar en general huele a limpio y parece otro.

Desayuné un tazón de cereales con leche enorme en mi terraza y estuve hablando con mis compañeros de piso mientras tanto. ¡Dos horas de cháchara insufrible por mi parte!

Obviaré que hoy es martes y que debería haber asistido a clase. Más teniendo en cuenta el toque que me dio uno de los maestros ayer, pero parecía un sitio muy factible para ser abordada por cierto tipo que no quiero ni mentar. Y no, no estoy de lejos preparada, y menos en un lugar lleno de gente que me desprecia. Si tan siquiera albergaran ese sentimiento hacia mí...

Una vez en el exterior, y viendo que no había individuos dispuestos a tropezarse conmigo, fui a mi cita de las cinco de la tarde.

Llevo..., no sé, lo que me ha parecido un rato largo hablando con Lea sobre el día de ayer. Juro que no comprendo cómo puede seguirme el ritmo sin perderse, ya que salto de un tema a otro sin previo aviso y no soy muy consecuentes con lo que digo. Parezco una lunática y me noto temblar, aunque no sé si ella lo aprecia. Lo dudo.

Escucha sin interrumpirme mientras me desfogo, y me silencio de pronto. Clavo la vista en algún punto de esta consulta escueta y simple. No hay diván, ni ventana. Solo cuatro paredes, una mesa y dos sillas. Los apuntes de Lea en un portafolio, una caja de pañuelos de papel y su móvil encima de la mesa. Ahora le toca hablar a ella, lo sé. Llevo demasiado callada.

—Apenas has hablado de Cian en las anteriores sesiones, pero parece que su vuelta te ha alterado mucho. ¿A qué crees que se debe?

¡Agh! ¡Odio estas clases de preguntas! ¡Si lo supiera no estaría aquí, joder! Ella sabe que reprimo mis emociones y que por tanto cuando me estallan en la cara, me cuesta reconocerlas.

Suspiro con cansancio antes de responder.

—Tal vez a que era mi mejor amigo y en cuanto nos acostamos, se marchó sin ninguna explicación.

Alza las cejas y asiente, asimilando mi información.

—¡Bien! Háblame de Cian.

¡Aish! ¡Eso era precisamente lo que no quería hacer! Lo que sigo sin querer hacer.

—Él...

Era la persona en quien más confiaba del mundo. Nos hicimos amigos en el colegio, cuando íbamos en las clases de infantil, un día en que mi madre se olvidó de meterme la merienda para el cole. Me pusiera a llorar y Cian se acercó y compartió su bocadillo de nocilla conmigo. Al día siguiente yo llevé comida de sobra porque mi madre se sintió culpable por semejante despiste, y le di mitad de mis galletas de fresa. Tuvo que aguantar desde entonces el mote de «niño fresa», porque se había manchado la comisura de los labios y a los demás niños les hizo gracia.

Lo aguantó estoicamente durante 2 o 3 años, hasta que vieron que a él le daba igual y otro pasó a ser el objetivo de sus burlas.

Nos volvimos inseparables en primaria, con las consecuentes preguntas tontas de «¿Sois novios?», por pasar mucho tiempo juntos. La relación también proliferaba fuera del entorno educativo, ya que Cian vivía al final de la calle y nuestros padres habían trabado cierta amistad debido a nuestra simpatía mutua. Amistad que se resquebrajó cuando mi padre enfermó.

El instituto fue más de lo mismo, pero contra todo pronóstico teníamos más cancha para pasar desapercibidos. Nadie nos preguntaba si éramos pareja, ¡porque bastante ocupados estaban buscando la suya propia para no parecer bichos raros! Nos cubríamos las espaldas y, exceptuando alguna asignatura suelta en la que no íbamos juntos, en los cuatro años que duró esa formación nos tocó en la misma clase.

Los colores que olvidéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora