Tirada en la cama replanteándome si merece la pena salir o no.
No tengo planes. Ni nadie con quien realizarlos. Estoy en el punto de partida.
El silencio es abrumador, tanto que creo que me he quedado sorda. Hay tanta calma y tranquilidad que me cuesta no identificarla como aburrimiento. Lea me ha vuelto a recomendar la meditación a través de una app, con ejercicios sencillos. La he mirado por encima y hay cosas que, solo por el título de los audios, me parecen una soberana gilipollez. ¿Comerse una fruta conscientemente, en serio? No obstante, y porque estoy desesperada —sí, lo estoy— por tener una vida sin estrés, he comenzado a realizar algún ejercicio de cinco minutos. Se basa en la respiración e inhalar profundo, prestar atención a cómo entra y sale el aire. ¿Una tontería? Pues en parte sí, es innegable que funciona, aunque no para parecer que has alcanzado el Nirvana.
He descubierto que la meditación no se trata de dejar la mete en blanco como cree la opinión popular, sino de dirigir el pensamiento conscientemente hacia el ejercicio que estás haciendo y prestar atención a través de los sentidos. Es cierto que cuando atiendes a eso no hay cabida para nada más. Y el sonido de las olas del mar de fondo ayuda; creo que cuando vaya a la playa estaré en modo zen.
Hago una meditación de unos pocos minutos, desayuno algo ligero y me visto ropa cómoda. Antes de salir, me aseguro de que mis compañeros de piso estén en óptimas condiciones, y me despido.
Llevo un par de días yendo a por pan. Lo he establecido como rutina para salir de casa, aunque sea media hora y no enclaustrarme. La cafetería cercana a la que fui con los hermanos Ónix en distintos días también hace pan, y uno muy rico. Fue de casualidad que me enterase, al ver a una vecina de la zona bajar con él de la cuesta. Reconocí el logotipo del local y fui a averiguar, con la fortuna de que había más personas yendo a lo mismo. La pesquisa remató, entrando y pidiendo una. Nunca consigo acabármela y aguanta a la perfección dos días —cosa rara en el género de hoy—, pero suelo desmenuzarla en el jardín para los pájaros. Verlos aterrizar y llenar mi hogar con su presencia me hace sentir en armonía con lo que me rodea. Ríete tú de las señoras de cierta edad con varios gatos; ¡yo soy la chica de las palomas!
Mi ánimo también se ve reflejado en mi vestimenta. Aunque no he vuelto a los chándales —pero dame tiempo—, sí que he regresado al conjunto simple de vaqueros (ceñidos) y camiseta de algodón (con escote). El clima ya es veraniego, y es que mayo se está acabando y las lluvias poco paran por aquí.
El sol se eleva, todavía no calienta como lo hará en unas horas, pero sus rayos inciden en mi rostro. ¡Atrápame, Vitamina D!
El paseo rutinario me aporta seguridad y distracción. Los árboles adyacentes, llenos de hojas, meciéndose con la brisa, me insuflan ese oxígeno que mis últimos desastres me han robado. Todo marcha y hasta sonrío cuando llego al punto en que conocí a Senén. Me detengo observando el lugar con un cariño singular.
Yo ahí acuclillada, presa del pánico, con el mundo cerniéndose sobre mí. No es que ahora esté a años luz de una situación parecida, pero la perspectiva es otra, más amable con lo sucedido.
—¿Recordando viejos tiempos?
Me giro y veo al psiquiatra a mi lado con su ropa de deporte. Su sonrisa es amplia y su emoción apenas contenida, pero me alegro de verlo.
—No hace tanto que pasó —aludo a aquel momento.
—No —asiente haciendo una mueca con la boca—, es verdad. Pero ¿te sientes igual?
Sonrío con cierta tristeza.
—Podría volver a estar igual —digo muy a mi pesar, porque es cierto. A lo mejor el día de mañana me vuelvo a ver envuelta en ese estado.
ESTÁS LEYENDO
Los colores que olvidé
ChickLitVenec es una joven de dieciocho años que busca abrirse camino como artista. Su sueño se ve truncado por sus problemas de ansiedad, que lleva arrastrando desde hace un par de años. En uno de sus ataques de pánico conoce a Senén, un psiquiatra muy apu...