Desaprender

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Llego en taxi al lugar de encuentro. Ya no aguantaba más en nuestra presentación y me fui a la mínima oportunidad. Layla será otro éxito.

Bajo del vehículo ante el gran edificio y subo las cuatro escaleras que me llevan a un hall muy iluminado. Llevo puesto el vestido rojo de la otra vez, por petición del psiquiatra. Sonrío mordiéndome el labio inferior. He intentado no crearme expectativas demasiado altas de esta noche, pero es que no puedo evitarlo. Senén nunca me deja indiferente.

Me encamino al ascensor como dice el mensaje de mi teléfono. Nunca he estado en este edificio, es uno muy exclusivo en Lancara. Tengo entendido que solo por hacer una reserva para cenar hay una espera de medio año de por medio. No sé cómo Senén ha conseguido una tan pronto. La alternativa es una locura.

Es una edificación de diez alturas, con la conveniencia de que está situado en la zona más elevada de la ciudad. El último piso, todo de cristal, es el restaurante. Los inferiores son una cafetería, varias tiendas de ropa afamada y un buffet de abogados.

Pulso el botón ansiosa y repasando mi imagen en el espejo. Llevo unas sandalias negras de tacón alto, hasta los tobillos. El vestido se ajusta sin ser escandaloso ni vulgar. Me he hecho un semirecogido de lado en el pelo, con mis mechones ondulados cayendo en desorden hasta los hombros. En una ocasión así me he maquillado algo más, un labial rojo burdeos, rímel negro, sombra de ojos marrón y base en polvo. No soy muy fan de recargarme mucho de estos potingues, pero he logrado que sea lo más natural posible. El abrigo negro que llevo sobre los hombros oscila cuando salgo del montacargas. Mi bolso de mano, del mismo color, me da una falsa sensación de seguridad. A ver, que estoy muy nerviosa, y lo estoy aferrando con tanta fuerza que si no fuese blando, ya lo habría reventado. El pasillo está iluminado con luz amarilla y la moqueta del suelo hace que mi taconeo quede amortiguado. Las puertas dobles de enfrente, medio acristaladas me muestran parte del interior del local. Hay mucho silencio y el metre de la entrada inclina la cabeza en un saludo estudiado. Me detengo junto a él y le doy mi nombre. Asiente con una sonrisa y me acompaña al interior de la sala. Según cruzamos las puertas, me extraño por la penumbra del sitio y porque no hay nadie más en el lugar. ¿Pero qué precios tienen para que no haya más gente?

Junto a la ventana, a mi izquierda, hay una mesa con velas, que resalta. Sentado y con una sonrisa que me hace temblar, está el psiquiatra comiéndome con los ojos. Se levanta y me tiende la mano. Le extiendo una de las mías y me la agarra besándome el dorso, sin dejar de mirarme a los ojos. Sonrío con nerviosismo. ¡Esto es demasiado para mí! El metre me pide mi abrigo, con la elegancia de su cargo, y se lo doy. Senén extiende un brazo y me invita a que tome asiento. Retira la silla y con cierto temor, porque no se me olvida la última vez que hizo eso, tomo asiento. Al acercar mi silla se inclina sobre mí y me dice sobre el oído:

—¡Estás arrebatadora, Venec!

Los cosquilleos que me sobrevienen desde donde me ha hablado hasta mi columna, me consumen. Me giro con su rostro cerca del mío, y sonríe. Suspiro por tenerlo tan cerca y entreabro la boca. Él me mira a los ojos con atención y cuando creo que no soportaré más tal intensidad, se va hasta su sitio. Lleva un traje negro y una camisa blanca desabrochada en los primeros botones. Su pelo sigue como siempre, enmarcando su rostro con su mechones ondulados.

Me costó mucho convencerlo de que no viniera a por mí y que dejara que tomara un taxi para nuestra cita. Ahora que estoy aquí estoy segura de haber hecho bien o no habríamos llegado. En este sitio he de comportarme, y él también. Me inclino ligeramente por encima de la mesa y susurro.

—Oye, ¿no te parece que esto está muy vacío?

Él se acerca por encima de la mesa y se echa a reír en cuanto me escucha.

Los colores que olvidéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora