El ayer que no se queda

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La sonrisa que tenía en la cara se me congela, y abro los ojos por la sorpresa. Él está aquí. Su pelo revuelto castaño, su mirada de mil tonos tan profunda, sus labios que se han fijado en una línea recta. En todo momento he sabido lo que se le pasaba por la cabeza a mi mejor amigo, y ahora me encuentro con un extraño cuya cara he memorizado por años.

El tiempo se detiene, porque las voces de nuestro alrededor desaparecen, la gente se ha esfumado, y el lugar podría ser cualquier parte del mundo, pero él sigue conmigo. Hay cierta irrealidad en este instante; no me imaginé que aparecería. De hecho, estaba convencida de que nuestra historia se había quedado en la página del pasado.

No sé cómo reaccionar, ni decir ni sentir. De alguna manera retorcida estoy aquí por él, pero que él esté aquí es extraño.

—¿Qué haces aquí?

No es lo que querría decirle, tampoco el tono que he usado es el más indicado. ¿Por qué siempre llega tarde?

—Esto... —Mira por encima de mi hombro, se rasca la nuca y me susurra—. ¿Podemos hablar en otra parte?

Me giro hacia mis invitados: Calha analiza a Cian como a un insecto que aplastar, y Senén no le pone mejor cara. Murmuro un «vuelvo ahora» y voy hacia el exterior, seguida por él.

Fuera, la fresca brisa me pone la piel de gallina. El calor de la galería pasa factura y me froto los brazos. Cian se apresura a quitarse su chaqueta y me la coloca sobre los hombros. El olor que me sube de la prenda me hace evocar momentos felices junto a él. Nuestras noches de película tirados en el sofá comiendo palomitas, nuestras quedadas en la cancha de baloncesto para marcarnos unos tiros libres, abrazándome porque sí, porque le apetecía y no tenía que significar nada más.

Trago para deshacer el nudo de mi garganta y aplastar las lágrimas. Echo de menos el pasado, uno que simulaba más sencillo, donde las responsabilidades eran una oportunidad de demostrar de qué pasta estabas hecha, donde un nuevo acontecimiento era emocionante, esas primeras veces que se anhelaban y perdieron su ocasión de ser. No es que hayan pasado diez años o veinte, pero en mí hay un cambio similar. Me siento atrapada en el ayer y me cuesta avanzar, porque siento que he de retocar lo que está mal en él. ¡Cómo si se pudiera hacer!

La conversación es tensión acumulada. Demasiado que decir y no encontrando las palabras, olvidando lo que significan; no son adecuadas para lo que hay que transmitir. ¿Y cuándo las palabras no son suficientes, cómo se comunica uno?

El mundo se vuelve más oscuro que la propia noche, y el calor me abraza. Sus labios irrumpen en los míos y su sabor me sacia. No es brusco, aunque lo haya sido la acción; hay deleite y anhelo. Sujeta mi cara entre sus manos y me acuna. Es tierno, como recuerdo a mi amigo, considerado.

Le devuelvo el beso como un acto reflejo, al igual que un ejercicio que se realiza porque conoces su función, pero nada lo acompaña. Es igual a un juguete que funciona, pero al que ya no le brillan las luces. Interrumpo el beso y retrocedo un paso. Cian no se mueve, con las manos aún alzadas. Cierra los ojos un segundo con dolor, asiente apretando los labios y conteniendo un lamento que mira a la calle.

El jadeo ahogado y una presencia a nuestra derecha nos hace volver. Calha está a las puertas de la galería observándonos con atención. Tiene lágrimas en los ojos, que se desbordan cuando me intento aproximar a ella. Me rechaza y sale corriendo calle abajo.

—¡Calha, espera! —grito.

Cian se queda contrariado.

—¿Y a esa qué le pasa?

Lo fulmino con la mirada, llena de rabia.

—¡Esa es mi amiga! ¡Y ha estado cuando tú has desertado! —le espeto con intencionalidad.

Los colores que olvidéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora