Diario: tercera página

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Sigo cansada. Ya sé que es porque no duermo como debería. Llega un momento de la madrugada que estoy en una constante duermevela, alerta para desvelarme del todo. Es una preocupación por no llegar a cumplir mis objetivos del día. Fallar. Que pueda suceder eso en principio no debería angustiarme, pero imaginar que ello pueda ser el inicio de verme mal otra vez, sí. Siento que cuantas más jornadas enlace seguidas, mejor estaré y para eso he de seguir la rutina que me autoimpuesto sin flaquear, aunque no me tenga casi en pie.

El día de ayer fue bueno, pero desde que empecé a ser consciente de que no había tenido ningún "bote" de estómago que me diera esa sensación de asfixia, volvió a resurgir a la noche. Es verdad que vuelvo a devorar la comida, sin darme tiempo a masticarla y trago mucho aire —sigo sin poder descartar del todo los gases—, por lo que podría estar relacionado.

Hoy vuelvo a estar influenciada por ese síntoma, que si bien es algo momentáneo (de apenas unos segundos), me turba hasta que mi cerebro le dedica atención. No debo sucumbir a eso, lo sé. ¡Maldita sea, lo sé! Pero me noto tan agotada, con tanto sueño. Tan agobiada por las obligaciones diarias, a las que ya debería estar acostumbrada, aunque a una parte de mí le fastidian, mucho.

Lo que no he cambiado es comer lo que me dé la gana. Todavía no he vuelto a incluir la avena, ya que es el alimento que más temblores le produce a mi estómago, o eso creo. ¡Los nervios son una mierda! ¡Nunca puedes estar segura de nada!

Otra cosa que he notado últimamente es un tic en el ojo derecho. No me quejo. De todas las sensaciones físicas que me han sobrevenido en los últimos tiempos, esta me resulta la más inofensiva. Si el cuerpo ha de destensarse por alguna parte, esa me parece la buena. No sufro con ella ni me rallo. También tengo la teoría que desde que tengo ese tic mis problemas estomacales han ido a menos. Mas solo es una teoría como todas las demás. Sé que la calma evita los "botes", y mis pensamientos negativos y obsesivos.

Escribir me salva. Me tengo que forzar a ello, porque hay veces que no tengo ganas de hacer nada y la mente (al menos la mía) es perezosa y prefiere lo ya conocido, aunque sea una tortura para mí.

Es un entrenamiento. ¡Desde luego! Uno para al que hay que ser muy disciplinado y echarle tanta fuerza de voluntad como fuerzas tengas. Querer estar bien es lo que me motiva, pero a veces no basta, porque creo que este malestar ha venido para estar un largo tiempo conmigo. Otras me repito que volveré a estar bien, solo he de intentar disfrutar de las pequeñas cosas y no darle poder a las preocupaciones, que mi mente me dice que son peores de lo que en verdad son. No obstante, rememorar el verano, en el que estuve casi dos meses tirada en la cama llorando sin un porqué congruente, con largas noche de insomnio y tardes de un estado nervioso que no podía controlar, me acongoja.

Aprendí algo de estar así, y es que los nervios no siempre se pueden controlar. Puedo intentar no darle alas a las preocupaciones hasta hacerlas una pelota que no pueda sujetar, pero cuando has estado tragando tanto como yo durante demasiado tiempo, ese cúmulo nervioso necesita salir, y lo hará con o sin tu permiso.

Las tilas no me funcionaban apenas y solo experimentaba una pena enorme hacia mí misma, difícil de entender. Sentía lástima por mi vida, en lo que se había convertido. Como si fuese una espectadora que no pudiese hacer nada por cambiar la experiencia de la protagonista. ¡Es una impotencia increíble la que te embarga!

Ahora, y visto con perspectiva, comprendo la función de los ansiolíticos. No se trata de que los tomes por gusto o vicio o porque estés nerviosa por algún acontecimiento puntual, que se mitigaría respirando hondo varias veces. ¡No! Se trata de algo tan complejo como que los nervios ya no los controlas tú, sino tu cuerpo y tu mente. Es estar atrapada dentro de ti y soportando lo que te echen sin tú quererlo. Es poseer auténtica resiliencia. Para eso están las pastillas, para que tu cerebro recupere una actividad normal que no te mantenga en esa espiral de pavor. Para eso están los psicólogos y psiquiatras (aunque yo estos últimos no los haya pisado todavía).

Siempre me he dejado guiar por comentarios como estos que la gente ignorante suelta. «No te metas en las patillas que después es difícil salir de ellas». «Generan adicción». «Una vez que empiezas con ellas ya las necesitas siempre». ¡No es verdad! En estos instantes de mi vida, que me fijo algo más en mi entorno y por lo que Lea me cuenta, la gente con problemas de salud mental, ¡se cura! ¡Mejora! ¡Sigue adelante con su vida y puede dejar las pastillas! Es cierto que se necesita un trabajo combinado, en los que el profesional y los fármacos sean un tótem de bienestar. Uno no se toma las pastillas para el colesterol sin modificar en algo su dieta, ¡sería absurdo! Esto es igual.

Dejo constancia de este pensar aquí, por si un día estoy peor y necesito incluir calmantes a mis hábitos. Espero que no. Pero si algo me esta enseñando la vida es a ser más abierta de mente, más concesiva, más indulgente, sobre todo conmigo. Cada uno sabe sus batallas y vivimos en un mundo que nos ha enseñado que a nadie le importan las nuestras. Quizá sea por eso que no se pide más ayuda. Que el estar mal es casi como ser desagradecido con estar vivo. ¡Que no te puedes quejar! ¡Que tienes que fingir! ¡Sonreír! ¡Estar bien! ¡Ser feliz!

Pues bien. ¡Me voy a quejar! Porque no me siento como la sociedad espera que me tenga que sentir, y porque ya estoy hasta la chirimoya de fingir. ¡Me siento mal! Quiero gritar. Llorar. Espetarle a algún conocido que es un maldito imbécil y que el mundo sería un lugar mejor si sus padres hubieran usado protección. Saltar por la calle si me apetece o ponerme a bailar porque la canción que estoy oyendo por los auriculares me motiva a ello. Ser tan comedida en todo momento me ha pasado factura y bueno, diría que la tengo que liquidar. ¡No quiero cuentas pendientes conmigo! Tengo muy mal genio. ¡Y a ver qué hago si no me llevo bien con mi persona!

¡Que a gusto me he quedado!



Los colores que olvidéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora