Tú entras, tú sales

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Salgo por la puerta y suspiro. La terapia con Lea ha sido intensa, pero me ha servido para quitarme un gran peso de encima, y para descubrir cosas que siempre han estado ahí y no supe identificar en su momento.

Resumen: una madre controladora y sobreprotectora que consiguió reprimir esa parte de mí que ahora busca emerger. Y una enfermedad que nos sacudió hasta desquiciarme. No tenía el control entonces y ahora tampoco. Ironías de la vida, ¡ni siquiera he de pretender tenerlo!

La raíz de mis problemas psicológicos tiene su origen ahí. En el instante en que te pospones se acabó. Siempre queriendo agradar, queriendo ser buena, volviéndose una obsesión el ser la mejor, aguantando, negándome a mí misma, teniendo que ser fuerte, desbordada, cansada...

Una persona aguanta lo que aguanta, pero todo tiene su límite. Y yo no puse ninguno a cada avasallamiento hacia mi persona. Lo que me ha pasado, en parte, es porque yo lo permití. No puse defensas, solo me limité a recibir los golpes y soportar el dolor.

No voy a cambiar de la noche a la mañana, ¡eso está claro!, pero ahora sé que voy por buen camino. Aceptarme como soy va a ser un desafío, lo sé. No obstante, Lea tiene razón. ¿Cuáles son las prisas? ¿A quién le debo una explicación? Soy adulta, y serlo no significa ser perfecta. Persigo unos estándares desfasados e inalcanzables para cualquiera. Me desgasto por no ser más indulgente conmigo.

Ni siquiera llego a dar un paso que me aleje del edificio, y me lo topo plantado frente a mí. Tiene las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros, la cabeza gacha y una sonrisa que me calmaba hasta no hace mucho.

—Pensé que no te volvería a ver.

Cian niega con la cabeza y me pasa un brazo por los hombros.

—¡No digas bobadas, Vec!

¿Las digo?

—¿Las digo?

Me besa en la frente y andamos.

—Sí, muchas.

El silencio hace su aparición, pero no es tenso, de hecho se parece a esos momentos que compartíamos antes, en el que solo nuestra compañía era suficiente.

—¿Cómo has sabido dónde encontrarme?

—Bueno... —Se rasca la nuca con la mano libre—. En su día te seguí para conocer tu nueva vida.

Me detengo.

—Perdona, ¿qué? —digo estupefacta.

Él también se para y alza los brazos a modo defensivo.

—No pienses mal. Te vi saliendo de la floristería y quise averiguar qué era de tu vida. Ya no vivías con tu madre y no habías dejado ni una sola seña donde encontrarte. ¡Joder, si hasta cambiaste de número de teléfono! ¿Cómo coño iba a encontrarte? —se excusa rápidamente.

Así que no me lo había imaginado después de todo. El día que compré a Estrella, él estaba allí.

—Me destrozó saber que ibas al psicólogo y aún más que no tuvieras ni un solo amigo en la escuela de arte. —Frunce el ceño con incomprensión—. Jamás has tenido problema para relacionarte a pesar de tu timidez inicial.

En eso tiene razón. Siempre he sido una persona tímida que se soltaba una vez que congeniaba con alguien. Pero no fue así cuando empecé en Frida Kalho. Es como si tuviera un letrero que me identificase como fracasada desde el principio. Los profesores apenas reparaban en mí y tampoco se paraban a darme las indicaciones pertinentes para mejorar como a otros de mi compañeros, y estos, enseguida hicieron piña dejándome al margen, sin siquiera darme la opción de conocerme. Eso que sucede en los libros de persona solitaria y misteriosa que atrae a la gente, no acontece en la vida real; ahí todos se apartan cuanto pueden, porque podrías resultar peligrosa.

Los colores que olvidéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora