Es difícil sacar las palabras de Derek de mi mente, resonando como un eco insistente en el fondo de mi conciencia. «¿Por qué aún conservas tu magia?», su tono de desconcierto aún resuena en mis oídos. Y mientras camino de regreso a casa, su pregunta sigue reverberando, agitando los cimientos de mi intento de indiferencia.
Puedo sentir el peso de su interrogante, como si fuera una losa que se posa sobre mis hombros, recordándome la complejidad de nuestra realidad actual. La magia, un don que se me ha concedido desde mi nacimiento, permanece intacta dentro de mí gracias a la piedra que cuelga de mi cuello, mientras Derek ha perdido la esencia misma de su ser. Es difícil no sentir la injusticia en esta discrepancia, la desigualdad palpable en la carga que cada uno lleva.
Y, sin embargo, mientras avanzo por las calles familiares de nuestro territorio, una parte de mí no puede evitar darle la razón. ¿Es justo que yo pueda usar mi magia mientras él se ve privado totalmente de su esencia salvaje, la esencia misma que lo definía como uno de su especie?
Mi mente da vueltas en círculos mientras pondero estas preguntas sin respuesta, cada paso que doy hacia adelante parece llevarme más hacia el abismo de la incertidumbre.
—¡Luna! —Lili llama mi atención, vuelvo en sí y soy consciente de que ya he llegado a casa.
—Perdóname...—me agacho a su lado a levantar los trozos de cerámica de la taza que dejé caer por salir tan de prisa—, no podía dormir y vine por algo de té y luego...
—No debe preocuparse, Luna —miro los alrededores asegurándome de que Larisa no se encuentre cerca ella lo nota y coloca su mano en mi hombro—. No puedo evitarlo, ese titulo solo se siente bien decirlo cuando es para usted.
Un nudo se me forma en la garganta, la miro y me ofrece una sonrisa tan sincera que mueve algo dentro de mí.
—Tienes un corazón muy bello, Lili —sus ojos brillan por mis palabras—. Gracias por decirme algo tan lindo —me pongo de pie junto a ella y me despido.
Al llegar a mi habitación, me dejo caer en la cama con un suspiro cansado, cansancio que me permite dormir apenas cierro los ojos.
Camino por el bosque en penumbras, el susurro de las hojas me envuelve en un abrazo familiar mientras me adentro en la quietud de la noche. Cada paso sobre la tierra cubierta de hojas secas resuena en la calma nocturna. La oscuridad es densa y profunda, pero no me asusta; al contrario, me abraza con su manto silencioso.
De repente, un sollozo desconsolado rompe el silencio, como un eco triste que se pierde entre los árboles. Reconozco el lugar de inmediato, un risco solitario que se alza en la oscuridad, uno que conocía bien. Su contorno apenas visible bajo la luz plateada de la luna. Sin pensarlo dos veces, me acerco lentamente, dejando que mis pasos se mezclen con el susurro del viento entre las ramas.
—¿Derek? —mi voz se desliza suavemente, casi temerosa de aumentar su dolor.
Él se voltea hacia mí, sus ojos reflejando un torrente de emociones apenas contenidas. Por un instante, su expresión se suaviza al verme, como si mi presencia fuera un alivio para su alma atormentada. Sin embargo, el peso de su angustia sigue presente en cada línea de su rostro, una sombra oscura que se cierne sobre nosotros en la noche.
—Mi Luna... —su voz es un susurro entrecortado, apenas un hilo de sonido que se pierde en la noche.
El aire escapa de mis pulmones y los recuerdos vienen uno tras otro a mi mente, como flashes que me traen al presente todos y cada uno de los momentos en los que el me llamó de esa forma.
La barrera de indiferencia se desvanece cuando me veo arrodillada a su lado, dejando que mi silencio sea mi mensaje de apoyo. Derek se desploma en mis brazos, buscando refugio en la calidez de mi abrazo. Sus sollozos llenan el aire, una melodía triste que se cuela entre las sombras del bosque, un lamento que busca clemencia en la Luna. Su Luna.