Capítulo 37: Desde otra perspectiva (Parte 1)

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Pov: Démian

El sonido de la alarma estalló en mis oídos. La observé por el rabillo del ojo con indiferencia mientras marca las seis en punto. No había pegado ojo en toda la noche. Al tenderme en la cama me quedé con la vista helada hacia el techo, y así pasaron las horas hasta el amanecer. La preocupación que me está atormentando no es que se hayan finalizado las vacaciones de verano y hoy sea mi primer día de clases, o los nervios por volver a ver a mis molestos compañeros. El dilema es que mi cumpleaños se acerca, y mientras más pasan los años más severas son las enseñanzas/torturas de mis padres.

—Démian —mamá se asomó en la puerta de mi habitación —Levántate. Tu papá te llevará al colegio —ordenó con su voz firme y severa. A pesar de ser un niño de seis años nunca he recibido por parte de mi madre una frase dulce o un tierno apretón en las mejillas. Lo último es totalmente innecesario y repulsivo pero es lo que acostumbro ver en los demás niños de mi colegio.

Como sea...

Me pongo de pie con la pereza pegada a mi cuerpo como si fuera parte de mi piel y con pasos vagos voy al baño a echarme agua helada en el cuerpo. ¿Por qué? No, no es porque esté agotado y necesite refrescarme. En realidad no sé lo que es el agua caliente. Mis padres me obligan a bañarme con agua congelada desde hace dos años. Mi anatomía se adaptó pero he de admitir que en el invierno me resfrío con frecuencia.

Con el uniforme puesto, el cabello sin peinar y con mis eternas acompañantes, las ojeras, llego hasta la sala donde me esperan mis  padres.

Papá me ignora mientras lee un artículo en el periódico y mamá me examina de los pies a la cabeza sin alguna expresión visible en su rostro.

—Odio los colores del uniforme —tuerce los ojos —Ponte esto —me pasa un abrigo de color negro que estaba sobre el sofá a su lado.

—Pero hace mucho calor —me quejé en voz baja. Si alzara mi tono al llegar me esperaría con el látigo en sus manos, lista para reprenderme.

Odio ese maldito látigo...

—Los profesores no pueden ver los moretones y marcas en tus brazos —habló fuerte haciéndome sellar los labios —Si alguien nos llama la atención por tu estado el látigo va a ser el menor de tus problemas —ella misma se encarga de ponerme la prenda sin delicadeza, alborotando mi, ya, desastroso cabello.

—No desobedezcas a tu madre, Démian —exige mi padre desde el sofá pasando de página, sin prestarnos demasiada atención.

—Bien —mascullo.

Pues así es mi vida. No dormir, ir al colegio, ignorar a todos, tener deseos enfermizos de golpear a todo ser que respire cerca de mí, regresar a casa, ser atado por tres horas de manos y pies, darme una ducha con agua helada, comer las sobras de mis padres y encerrarme en mi habitación sin ningún tipo de tecnología. Solo me quedo observando el sobrio techo hasta que se reinicie mi rutina.

Jamás imaginé mi vida de otra manera. Es decir, nunca pensé en conocer la felicidad en algún momento. Ni siquiera sabía el significado de esa palabra o lo que conllevaba. En teoría, todo estaba en equilibrio, como querían mis padres. Nada debía cambiar o alterar ese equilibrio. Si alguien se interponía debía eliminarlo, como me inculcó mi padre.

Claro que no contaba con que ella apareciera.

Yo estaba sentado en un banco mirando distraídamente mis pies pensando en lo poco que me entusiasma regresar a casa, si se le puede llamar así a ese lugar. Muchas veces he querido escapar, pero también sé lo rápido que me atraparían. Mi familia tiene contactos en todas partes del mundo.

Démian GrayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora