Capítulo 19.

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El crepúsculo teñía el cielo de un rojo sangre cuando Ekuneil, con su figura herida y exhausta, cruzó el umbral de la aldea Koyala. Los últimos rayos de sol desaparecían, dando paso a las sombras de la noche que pronto cubrirían todo.

Al verlo, un murmullo de inquietud se levantó entre los aldeanos, sus rostros iluminados por antorchas y hogueras. Ekuneil, con la respiración entrecortada y los hombros hundidos bajo el peso de una oscura verdad, apenas mantenía el equilibrio.

Su aparición abrupta interrumpió el tranquilo ajetreo del atardecer en la aldea. Mujeres regresaban de recolectar agua, niños corrían jugando entre las cabañas y los hombres regresaban de la caza. Todos se detuvieron, con la atención fija en el hombre que parecía un espectro salido de una batalla olvidada.

Huaáneri, al escuchar el alboroto, se abrió paso con dificultad entre la multitud, el corazón golpeándole el pecho con temor y anticipación. Su madre, Amaité, no tardó en unirse a ella, ambas observando con horror cómo Ekuneil, cubierto de polvo y sangre seca, avanzaba hacia el centro de la aldea.

- Por la diosa, ¿qué ha pasado, Ekuneil? - preguntó Huaáneri, con la voz temblorosa por la angustia. - ¿Dónde está mi padre? ¿y los demás?

Empezó a cuestionar sin respirar mareando a Ekuneil, quien se tambaleó hacia ellas, sintiendo el peso de la mentira y el cansancio en sus hombros.

- Lo lamento. - dijo a duras penas para terminar desplomándose frente a todos.

Pronto actuaron para ayudarle y a los animales que había traído consigo. Sus heridas no eran profundas pero si no era tratadas a tiempo, se convertirían en un problema. Entre varios hombres lo levantaron y lo llevaron hacia una cabaña central, dónde se curaban las heridas y se hacían los remedios naturales. Lo recostaron sobre una cama y las mujeres de la aldea se apresuraron a socorrerlo, alistando todo para tratar sus heridas. Huaáneri estaba ahí, preocupada y pendiente de su condición.

Le preocupaba no ver a su padre pero quiso ser positiva y pensar que algo había pasado pero que Ekuneil solo había Sido enviado para dar las noticias. Su padre tenía que estar bien.

Pasaban las horas y se hacía más tarde, pero Ekuneil luego de que lo limpiaron, curaron y vendaron, parecía empezar a cobrar razón. Entonces uno de los ancianos le preguntó si era capaz de responder a las preguntas o si lo haría al día siguiente pero Ekuneil no quiso tardar más. Entre más pronto terminara con eso, mejor.

Cuando Ekuneil empezó a hablar, su voz era un susurro ronco, casi ahogado por el viento que comenzaba a levantarse. Contó de los días de viaje sin descanso, de cómo las bestias y él habían sobrevivido apenas a los peligros del camino.

- Hubo un ataque en Naribiu, - comenzó a explicar, luchando por mantener la compostura. - Estábamos defendiendo la comunidad cuando Balaam fue atacado y resultó gravemente herido. Hice todo lo que pude por él, pero... pero no pude salvarlo.

Las palabras de Ekuneil cayeron como un manto de pesar sobre Huaáneri y Amaité, quienes miraron con horror a Ekuneil. Negaban lo que él estaba diciendo, no podía ser cierto. La noticia había golpeado a Huaáneri como un puñetazo en el estómago, dejándola sin aliento y con el corazón destrozado. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras escuchaba las palabras de Ekuneil, su mente incapaz de comprender la magnitud de la tragedia que había caído sobre ellos.

- ¿Cómo... cómo puede ser eso cierto? - balbuceó Huaáneri, su voz apenas un susurro ahogado por la angustia. - Mi padre... no puede estar muerto...

Ekuneil intentó acercarse a ella, sus propios ojos llenos de dolor y remordimiento.

- Lo siento, Huaáneri, - murmuró, extendiendo una mano temblorosa hacia ella en un gesto de consuelo. - Hice todo lo que pude por él, pero las heridas eran demasiado graves...

Hijo de Luna.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora