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Fernanda Pov

Salgo lo más rápido posible de la casona, subo una colina y me siento. Me siento a llorar, por primera vez en años. Desde lejos la veo como recibe a su mujer, y pienso que yo soy su mujer. Pienso en todas las cosas que quiero compartir con ella, esas cosas pequeñas
que no tienen importancia, como pensar en qué vamos a almorzar o a qué hora nos tenemos que levantar, en cuanto vamos a ahorrar para irnos algún a lugar o escucharla en las tardes para saber cómo le fue en el día y contarle lo que me pasa cuando tengo algún
problema con los hombres del campo que se quieren hacer los lindos.

Lloro y azotó mi sombrero contra la tierra seca de este campo al que he amado con mi vida y ahora lo siento una prisión. Todo lo que me ata está aquí. Pienso en que nunca he sido una mujer celosa, cada vez que alguna mujer del pueblo se le acerca Hector yo me río y observó como se pone todo picaron con ellas. Pero con mi señorita, con mi patrona, me vuelvo loca por algo que no sabía reconocer, se me revuelve todo adentro. 

Sigo llorando unos minutos, quizás más de unos minutos. La veo salir con ella tomando su brazo, el brazo de esa mujer que tiene todos los derechos que yo no tengo y mi cuerpo se desvanece. Un pensamientos se cruzan por mi mente. ¿Y si bajo corriendo esta colina, la tomo conmigo y nos largamos de todo? Así me siento cuando ella me mira a los ojos, así me siento cuando me besa. Me hago este tipo de preguntas desde el día que apareció en mi vida. A tropezones con el campo, picada por todo el cuerpo, rascándose, rojita y sin saber cómo mantener su pelo en orden con el viento de la tarde. Cada una de sus debilidades me provocaron lo que antes nadie nunca provocó y eran ganas de abrazarla, de tenerla junto a mí. 

Una vez más mi cuerpo se mueve por puro sentimiento y me veo corriendo hacia abajo hasta alcanzarla, cuando me ve sus ojos brillan. Me tranquilizó y me doy cuenta de lo que estoy haciendo, así que freno mi cuerpo y caminó lentamente hacia ellas. Me da rabia, me da pena, me dan ganas de gritarle a la tal Ilse que ella es mi mujer. Que yo soy de ella y ella es mía. Pienso en que en estas dos semanas no hemos podido tener ni un instante a solas, no hemos podido sentirnos y creo que lo hará con ella durante estos días donde será más difícil concretar algún encuentro. 

- Hola Fernanda - me dice Ilse.

- Hola - le respondo y me acomodó al lado de mi amor para caminar junto a ella. 

- Oye, pero estas mas linda que como te recuerdo, tienes un brillo especial - me dice y siento que es por ella, por esa mujer que camina a mi lado. Entonces la miró y sonrío como tonta. 

- Gracias- respondo.

Caminamos y me separó de ellas porque el campo me llama y tengo que atender mi responsabilidad. Entiendo que no puedo vigilar todo el día sus movimientos para evitar que pase lo que va a pasar, no quiero pensar en sus manos, su piel, sus besos en el cuerpo de otra mujer pero no puedo hacer nada para detenerlo. 

Pasan las horas a cuentagotas, son recién las tres de la tarde y no tengo hambre, no puedo tragar ni agua de la desesperación que siento de que esté sola con Ilse, por primera vez en la vida siento que un veneno me recorre el cuerpo. No es sano, ¡esto no es sano! En todo este tiempo supe que ella sufría todas las noches pensando e imaginándome con Hector, con quien tengo mas relaciones sexuales que con ella y aún asi no reclama, no dice nada. Me espera siempre paciente y en silencio a que le de lo último que puedo darle. Hoy entiendo su sufrimiento, porque yo me estoy muriendo. 

No le aviso a nadie, corro a mi yegua y como buena compañera intuye que debe correr como nunca. Llegó en minutos a la laguna, me bajo y me pierdo entre los árboles que la rodean y las veo, abrazadas casi desnudas bueno en bikini pero es lo mismo. Ilse la besa, besa su espalda y entró. No me importa nada. 

Sabor A TiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora