Capítulo 11: ¿Duele a puñalada o a flechazo? || Parte 1

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La multitud dentro de la posada había salido espantada hacia la entrada norte al escuchar los gritos. Elia hizo lo mismo. Dejó todo como estaba y fue a comprobar lo que sucedía. La angustia clavada en su pecho le decía que Mana o Aiacos estaban en peligro. Intentaba arrancársela con la mano y estaba a punto de hacer trizas el pronunciado escote de su camisa roja manga larga.

Se hizo camino entre la barrera de personas que rodeaban un punto frente al portón. Abrió los ojos como platos. Aiacos estaba arrodillado en el suelo. Frente a él una mujer echa un ovillo y ahogada en llantos. Corrió a toda prisa levantando su larga falda con ambas manos para no tropezar. Se agachó con suavidad junto a él. Colocó una mano en su hombro.

—¿Querido?

Los ojos de Aiacos estaban vidriosos, perdidos en la desgracia. Negó con la cabeza —No pude salvarlo, Elia —ocultó el rostro en sus manos y sus hombros temblaron —. Soy un fracaso.

Elia sintió como su corazón se redujo a una diminuta piedra. Lo rodeó con los brazos mientras su esposo se estremecía de los sollozos.

—Tenía que haber ido a buscarle antes. Tenía que... —suspiros temblorosos se escapaban entre sus labios —. Tenía que haberlo salvado. Es mi culpa que haya terminado así. —Se estaba asfixiando con ese amargo sentimiento.

Elia se irguió e hinchó el pecho. Con toda delicadeza le alejó las manos del rostro. Se le cayó el alma al suelo. Todo su semblante estaba empañado de tristeza y culpabilidad. —Escúchame bien. Hiciste todo lo que estaba en tus manos —se las sacudió ligeramente —. Y aunque sé que no te hará sentir mejor ahora mismo, tienes que saber que nadie aquí te culparía jamás de eso.

Aiacos ahogó un poco su dolor. Llevó la mirada hasta su esposa que estaba haciendo un increíble trabajo para aliviarle, como siempre.

Elia asintió. —Respira conmigo. Cómo me enseñaste. —su dulzura le arrancó una triste sonrisa a Aiacos. Sus respiraciones se volvieron una sola mientras sus frentes se conectaban para que Aiacos encontrase en lo más profundo de su ser la tranquilidad que necesitaba.

Su esposo agarró su hombro derecho. Asintió sin apartar el rostro. Clavó en ella esos ojos turquesas que le quitaban el aliento y supo que estaría bien. Los ojos de Elia se empañaron y apretó los labios. Sabía lo mucho que significaban ellos y el esfuerzo que hacía para recomponerse de cada una de sus muertes.

Las cenizas de Galos se dispersaron con el viento. La mujer luchaba entre llantos por juntar lo que quedaba de su amado. —¡No! No me dejes.

A Elia se le formó un nudo en la garganta. Se apartó de Aiacos. Observó a la mujer mientras se retorcía en el suelo. Fácilmente pudo haber sido ella. Fazrur se le acercó.

—Yo le ayudaré a recogerla, señora —dijo Fazrur. Su voz no estaba mejor que la de Aiacos. Se agachó junto a ella y usó las manos para apilar las cenizas.

La esposa de Galos no salía de ese estado. Cada grito estremecía su cuerpo, rompiéndolo en miles de pedazos. Estaba blanquecida por los restos de su esposo como si intentase impregnarse de toda su esencia para que no la abandonase.

Los aldeanos dejaron de ser meros espectadores y se sumaron a Fazrur. Una anciana ayudó a la esposa de Galos a ponerse en pie mientras todos recogían las cenizas del cazador. La humanidad que había en ellos llenó el pecho de Elia de esperanza. De que algún día todas esas tragedias quedarían atrás. El daño se repararía, en mayor o menor medida.

Elia no quiso alterarle más, pero era necesario que lo supiese —Mana no ha regresado —vio por el gesto de Aiacos como se imaginó lo peor.

Aiacos intentó ponerse en pie. —Tengo que regresar. Debo ir a por ella —Elia lo ayudó a incorporarse sobre sus pies. Su esposa negó con la cabeza. Apretó la piel bajo sus hombros. Su miedo era tan evidente como el suyo.

El Dios de la Arboleda                           #premiosadam2024 / #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora