Capítulo 13: ¿Qué flechas no se disparan, pero siempre aciertan? || Parte 1

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El bosque no parecía menos peligroso porque pasase allí más tiempo. Una vez más había caído la noche sobre la arboleda. Los árboles a su alrededor eran además de altos, de un grosor colosal. Darle una vuelta entera a uno de esos de seguro habría tomado un rato. Semejante tamaño le recordó a una historia que le contó hacía mucho tiempo un aventurero de fuera de la isla.

Según él; al otro lado del Océano de Meridia existía un bosque de árboles tan grandes que era imposible determinar hasta dónde llegaban. Incluso se decía que pasaban las nubes y, encima de las frondosas copas, vivían personas. Además, este bosque sagrado era custodiado por gigantes desde mucho antes que los humanos llegasen a Yunan. Por supuesto, solo era una historia. Una de tantas que estaba acostumbrada de oír de extranjeros borrachos con delirios de aventuras.

Alzó la vista.

Ni los árboles a su alrededor llegaban al cielo, ni nadie vivía encima de ellos. Como lluvia, delgadas ramas cubiertas de hojas caían desde donde alcanzaba a ver. Cubrían todo, haciendo imposible ver más allá de la flexible barrera que bailaba con el ulular del viento. No estaban tan abajo como para poder verlas mejor, pero parecían incluso más delgadas que una liana. Aun así, no se veía nada.

Estaba tan oscuro que si no fuese por el par de ojos que brillaban en la oscuridad no habría sabido que su silencioso acompañante seguía allí. Después de todo, no le dijo cómo salir y a causa de eso terminó pagando una noche más en la arboleda.

Mana hizo un mohín. —Mis padres me matarán cuando regrese. Deben de estar preocupados.

—Te hubieses marchado entonces —replicó la criatura al instante, con tanta calma que parecía casi aburrido.

—Me hubieses indicado por dónde —contraatacó.

El viento meció las ramas encima de ella y le arrancó un escalofrío. Su cuerpo se sacudió. Abrazó sus piernas y se encogió aún más en su sombrío rincón.

Mana suspiró.

Realmente no tenía ninguna obligación de ayudarla, pero no le habría costado mucho. Con indicarle el camino se la habría quitado de encima. También podía haberla abandonado, cosa que tampoco hizo. Aunque, el que le haya permitido permanecer a su lado podía haberse tratado de que le daba igual lo que hiciese. De una forma u otro tenía que resignarse. Le bastaba con que no la dejase sola en medio de ese tétrico lugar.

El brillo azul se estaba opacando. Estaba cerrando los ojos. ¿Se iba a dormir? ¿Acaso los dioses dormían? A pesar de todo lo que te enseñaban cuando eras pequeño, lo que se aprendía de las deidades era algo muy superficial. Nadie sabía con certeza nada de ellas. ¿Qué querían? ¿Por qué estaban en Yunan? ¿Por qué les hacían tanto daño a los humanos? Muy pocas, como Emerwyn, eran adoradas. Aunque de seguro dependía del lugar. Había escuchado que en Roah era común encontrar personas fieles a la Diosa del Sol. Y así mismo, de seguro en distintas partes de Yunan alababan a diferentes de ellos.

¿Pero este dios? Nadie sabía nada de él. Ni siquiera qué quería. ¿Cuál era su propósito para acercase a la aldea? Aunque era tan simple como preguntar, nadie nunca lo había hecho. Y por más veces que lo hiciese, sus acercamientos lo único que generaba era discordia. Un sentimiento alimentado por lo cientos de años de historia dónde la humanidad no tuvo más remedio que acatar el orden de las deidades. Teniendo eso en cuenta, tenía sentido que nadie preguntase. Simplemente no les interesaba saberlo.

Pero ella tenía que preguntar algo, lo que fuese. Todas las interrogantes estaban revoloteando en su cabeza. Le iba a explotar si seguía dejándolas allí. Además, ese silencio era deprimente. Si tenía que pasar tiempo con él, al menos podía saciar un poco su curiosidad. Una sonrisa perversa se dibujó en su rostro.

El Dios de la Arboleda                           #premiosadam2024 / #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora