Capítulo 8: ¿Un adepto y un cazador en la misma mesa? || Parte 2

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Un par de ramas crujieron. No necesitaba ocultar su sonido, pues sabía que estaba totalmente solo. Su única compañía eran los pequeños pajaritos morados que sobrevolaban las espesas copas del bosque.

El cazador no fue esa mañana. Tenía claro que cinco habían huido de él aquella noche y el cazador aún tenía que buscar a uno de ellos. Se detuvo y frunció el ceño. ¿Por qué le importaba cuántos le faltaban por encontrar? De seguro estaría muerto también, sino eran los radamorfos, era cualquier otra alimaña del bosque oscuro.

Apretó los dientes. Aun así, por alguna razón estuvo esperando que fuese ese día también a buscarle. No era porque le importaba la vida del cazador perdido, él podría encontrarlo en medio minuto si quisiese. No, no era eso. Desde que lo atacó, no se lo pudo sacar de la cabeza, era interesante, era...diferente.

*Aiacos* Sintió un pinchazo en la rodilla derecha y tuvo que levantar la pierna ligeramente del suelo para aliviar el dolor. Se apoyó con su cola. Ya había sanado del todo, apenas y una fea cicatriz quedó en las blandas escamas por la parte de detrás. Nada que empeorase su aspecto, ya de por sí era horroroso.

El tronco de un árbol a su izquierda comenzó a deformarse y un rostro de madera emergió de él. —No te muestres débil, chico. No sabes quién podría estar observando —advirtió el ser arbóreo.

El dios juntó las protuberancias escamosas sobre sus ojos y plantó firme su pierna en el suelo, ignorando el dolor.

***

Habían llegado a la posada. Mana se dirigió al instante a asistir a su madre, atendiendo a unos clientes al fondo del salón. Aiacos fue a la barra para encontrarse con Elia.

—¿Has visto a Levanor?

Elia negó con la cabeza. —Hace un par de días que no pasa por aquí —continuó preparando algunas bebidas.

Aiacos sonrió —¿Qué tal estás? —se apoyó con los codos en la barra. Elia dejó de prestarle atención al intrigante brebaje que preparaba para mirarle. El corazón de Aiacos latió desbocado, como siempre lo hacía cada vez que lo miraba con esos dulces ojos como la miel. Las mariposillas que le provocaba en el estómago eran las mismas que hace veintiséis años cuando comenzaron a salir.

—Estoy bien. Deberías preocuparte por ti. No soy yo la que tiene una herida mortal en el pecho —picó Elia divertida —. Espero que puedas seguir cumpliendo. —dijo mientras ponía una jarra de cerveza frente a él.

Una sonrisa pícara se dibujó en el rostro de Aiacos mientras Elia se daba la vuelta para dirigirse a la cocina. Se mordió el labio inferior, su esposa era todo un espectáculo para sus ojos. Esas poderosas curvas escondidas bajo su larga falda le quitaban el aliento cada noche. Contuvo el impulso de correr hacia ella y arrancarle toda la ropa y continuó desnudándola con la mirada hasta que se perdió tras la cortina.

Volvió a la posada y sacudió la cabeza. Agarró la jarra para darse un amplio trago de su contenido. Menudo calentón más tonto. La cerveza tendría que bastar para enfriarle hasta que llegase la noche.

Tomó asiento en una de las pequeñas mesas del fondo, desde donde podía ver la larga mesa que siempre ocupaba con su grupo. Vacía. Nadie se sentaba allí, como si unos fantasmas la ocupasen. Dejó la jarra en la mesa y se llevó una mano al cabello para arreglarlo un poco. Ya tenía que cortarse la melena, se lo pediría a Elia luego.

Hace solo un par de días atrás había estado bebiendo acompañado de todos, riendo mientras debatían acerca de quién cazó qué, y ahora bebía solo. La ironía le daba un sabor amargo al trago en su mano. El eco de las risas lejanas retumbó en sus recuerdos antes de subir la jarra de nuevo. Entrecerró los ojos al bajarla y divisar a otro encapuchado entrar en la posada, ataviado con una túnica algo más elaborada que el que habían visto antes, oscura.

El Dios de la Arboleda                           #premiosadam2024 / #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora