Capítulo 7: ¿Su madre? || Parte 3

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Mana llevaba corriendo desde que su madre se lo ordenó. No había parado si quiera para coger aire. El sol había salido de detrás de la cordillera y los aldeanos recién poblaban la calle y la saludaban, pero ella no les prestaba mucha atención. Esperaba que no fuese tarde.

No era tonta. Vio como la sangre salía por su oído izquierdo. Nereus sabría que hacer, siempre tenía una solución para todo.

Las personas se quitaban de su camino para dejarla pasar a toda prisa. Jadeaba por el esfuerzo y frunció el ceño cuando divisó a una persona encapuchada entre la pobre multitud.

Caminaba derecho hacia ella, ataviado con una túnica negra elaborada con accesorios de cuero. No pudo apartarse a tiempo y terminaron chocando. Mana no se detuvo, logrando mantener el equilibrio.

—Lo siento —se excusó y giró el rostro hacia atrás. El encapuchado se había detenido para verla y le hizo una pequeña reverencia inclinando la cabeza antes de continuar su camino.

Mana devolvió la vista al frente. No tenía tiempo que perder.

***

Aiacos había llegado una vez más al claro donde se dio la masacre. Aún no podía creer que no quedase rastro de la batalla. Nadie sabría jamás que allí murieron la mitad de sus amigos. Le tomó menos tiempo llegar. Sin duda esos días de descanso le sirvieron bastante, ahora podía andar sin tener que detenerse.

Se acercó al centro del claro y esta vez se dirigió a la derecha. Había dos pares de pisadas en esa dirección. Tenían que ser Hendrik y Eric. Las pisadas de Galos se perdían hacia el norte, pero si alguno tenía probabilidades de estar con vida, esos eran los hermanos.

Se sintió mal por pensar así de Galos, pero era lo más lógico. Él había huido solo y herido, sus probabilidades eran casi nulas. Al menos los hermanos tenían una pequeña posibilidad.

Se adentró entre los árboles con la guardia alta. A pesar de ser de día, aún era el bosque oscuro y sólo los dioses sabían qué horrores se ocultaban entre las sombras. La escasa luz que se filtraba entre la espesa bóveda de hojas verdes caía en forma de finos pilares.

Aiacos sintió el aire ligero e inspiró profundo. Su pecho se llenó de un dulce aroma, tierno y suave. Aumentaba en intensidad a medida que avanzaba, casi guiado por él. Estaba aferrado a su nariz.

Era un aroma familiar, pero no podía recordar de donde le sonaba. Quizás de cuando era más pequeño. No era muy diestro en cuanto a hierbas se refería, conocía lo esencial; cuáles te mataban y cuáles no. Su padre se había encargado de enseñarle sólo lo necesario para ser el mejor cazador, cualquier otro conocimiento sería una distracción.

Ni siquiera se dio cuenta que el paisaje había cambiado desde hacía un rato. Los árboles gruesos y frondosos fueron remplazados por unos finos y carentes de vegetación. Como muertos. El olor cada vez se hacía más fuerte y Aiacos solo sabía que debía seguir en esa dirección. Cayó sobre sus rodillas, drenado de fuerzas.

El aroma era embriagador y nublaba sus sentidos. Todo a su alrededor daba vueltas, pero no tenía náuseas. Más bien era relajante, como si su cuerpo flotase por encima de esas hojas sobre él. ¿Hojas? Entrecerró los ojos.

Esa fragancia era tan familiar, su mente trabajaba para encontrar dónde la había olido antes. Nunca se había sentido tan relajado en su vida, podía permanecer allí para siempre. ¿Mana y Elia? Se iban borrando de sus recuerdos. Su padre. Su hermana. Su madre. ¿Su madre?

Tenía muy pocos recuerdos de su madre, pues murió cuando era muy pequeño. Frunció el ceño. El recuerdo más vívido que tenía de ella era su perfecto rostro como tallado de porcelana, pálido y muerto. Ese olor le recordaba a ella, más específico al día que la sepultaron. Sí, era eso.

El Dios de la Arboleda                           #premiosadam2024 / #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora