Mana abrió los ojos atacada por un tremendo dolor de cabeza y unas náuseas que revolvieron su estómago al momento.
Se desplazaba rápidamente, pero sus piernas no se movían. Bajó la vista. Estaba rozando el suelo con la punta de sus botas de cuero mientras dos hombres a cargaban apoyada con cada brazo en sus hombros.
La Aldea estaba en silencio, bueno. Casi. Las luces de la posada estaban encendidas, y el ruido proveniente de allí estropeaba lo que hubiese sido una noche muy tranquila. Solo acompañada por el distante ruido de los pájaros desde la arboleda.
Mana atravesó la entrada de la posada. Los aldeanos parecían discutir algo, pero se detuvieron cuando entró cargada por los vigilantes de la entrada norte.
El rostro de Elia se iluminó, como si le hubiesen devuelto la vida misma. Se acercó corriendo a ella y cubrió las mejillas de la chica con sus manos. Tan cálidas para Mana.
-Hija, ¿estás bien?
La desesperación temblaba en su voz mientras la recataba de arriba a abajo para comprobar que no estuviese herida. Su ropa estaba destrozada, y su cuerpo cubierto de laceraciones. El corazón se le encogió al ver el estado en que se encontraba. La angustia se reflejaba en sus ojos tiernos y dulces como la miel.
Elia la rodeó con los brazos y Mana se forzó a responder su afecto con el brazo izquierdo, aún mantenía el derecho apoyado en uno de los vigilantes.
-Muchas gracias Fazrur, Umar -agradeció Aiacos a los vigilantes asintiendo hacia uno y luego al otro.
Fazrur era el que aún ayudaba a la chica, un joven de pelo rizado y cobrizo. Bajó la mano de la chica y la sostuvo hasta que pudo comprobar que podía mantenerse en pie.
-No tienes nada que agradecer, Aiacos. Sólo hacíamos nuestro trabajo.-Muy buen trabajo entonces -agregó Aiacos. Ambos asintieron. -Será mejor que volvamos a nuestros puestos, espero que Mana se encuentre bien -se despidió Fazrur mientras ambos salían a toda prisa de la posada.
Aiacos observó a su hija, reparando hasta en el más mínimo arañazo que tenía. La rabia comenzó a burbujear en su interior sólo de imaginar por lo que debía haber pasado. Relajó un poco el gesto para mantenerse sereno.
Mana podía decir que estaba enojado, con la llama de la ira presente en sus ojos turquesas, como una aurora veteada de destellos rojos, salvaje y peligrosa.
-¿Dónde has estado? -su tono era serio y severo-. Pensamos lo peor. Salimos a buscarte a la arboleda, pero no pudimos dar con tu rastro. ¿En qué estabas pensando? Recuerdo haberte dicho que no te alejases ni mucho menos esperases a que cayese la noche -su voz se fue suavizando hasta que la preocupación era lo único que la acompañaba.
El temor que lo invadía de solo pensar en lo que hubiese podido pasarle a su adorada hija era angustiante, oprimía su pecho sin misericordia.
-Lo siento mucho papá -se disculpó Mana, al ver lo que había provocado. Aunque no fuese realmente su culpa. Eran muy pocas las veces que su padre se mostraba así, vulnerable, pero nunca le gustaba presenciarlo. Como si lo hubiese traicionado de la peor manera.
Aiacos relajó su expresión y la ayudó junto a Elia a sentarse en una silla.
-Vuelvo enseguida, tenemos que atender esas heridas -dijo Elia para luego ir detrás de la barra a la trastienda, pasando la cortina de tela hacia la cocina.
Todos los aldeanos estaban atentos a su alrededor, preocupados. Ya iba recuperando un poco su porte y se irguió al sentir las miradas sobre ella, no le gustaba que la viesen en tan mal estado. Suspiró mientras intentaba encontrar las palabras para contar lo sucedido. Definitivamente nadie creería que el dios la ayudó. Pero empezó por el principio.
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El Dios de la Arboleda #premiosadam2024 / #PGP2024
Fantasía"Incluso cuando tú no estés, yo seguiré aquí. Los mantendré con vida dentro de mis recuerdos, para siempre". En lo más profundo de la arboleda, donde los dioses caminan entre mortales y la oscuridad oculta secretos insondables, los doce cazadores m...