Capítulo 9: ¿Por qué alguien querría ir al bosque oscuro? || Parte 2

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Frunció el ceño. El cazador parecía cansado. Su respiración se aceleraba por instantes y en otros se cortaba.

El dios estaba enfocando toda su aguda audición en cierta habitación en la aldea de Cepir. Hasta allí había caído. El humano no fue después de todo y él incluso pensó que habría sido alguna causa mayor lo que lo habría detenido.

Tragó saliva. Había algo en los ruidos que escuchaba que despertaban algún instinto primitivo en él.

Se obligó a despejar la mente y apartarles de sus oídos. Sacudió la cabeza. Invadió su privacidad sin permiso. Resopló. Al menos sabía que el humano se encontraba bien, la causa mayor parecía ser sus deseos carnales. Típico de su raza. Son capaces de olvidar el peligro, el miedo e incluso la tristeza saciando sus anhelos más terrenales.

Sintió vergüenza de sí mismo por haber llegado hasta ese punto. Hasta el punto en que la curiosidad le hacía cruzar cualquier límite.

Sintió vergüenza de haber pensado que ese humano sería diferente. Que antepondría a sus camaradas antes que...bueno, que eso. Sus mejillas se acaloraron. Apretó sus garras sobre los muslos. No sabía que ese tipo de cosas serían capaces de afectarle. En cualquier medida.

Todos sus sentidos estaban sobre la arboleda, lo más lejos posible de Cepir. La luna era gentil esa noche, parecía no querer molestarle con su luz. En ese oscuro rincón del bosque se sentía a gusto. La brisa nocturna era suave y ululaba meciendo su largo cabello negro como la obsidiana. Ese trance donde se hacía uno con la naturaleza era quizás su más adorado pasatiempo. Llenó su pecho de aire.

Arrugó la nariz cuando una conocida pestilencia la tocó.

—Si hubiese sabido que deseabas morir, te habría eliminado esa noche —advirtió el dios.

Una macabra carcajada rompió el agradable silencio.

El ruido del gran número de pisadas danzando en las sombras le hizo a penas mover sus ojos. Hacia un lado, y luego hacia otro. Estaba rodeado. El carroñero no había ido solo. Unas veintitrés alimañas reptaban en la oscuridad, y esas eran solo las que tenían corazón. Algunas eran tan sutiles que ocultaban cualquier rastro de su existencia.

Su puso en pie.

Ninguna había sido tan tonta antes como para acercarse a menos de cien metros. Siempre le evitaban, aunque la mayoría habían estado ahí desde antes que él.

—¡¿Acaso una simple herida les ha hecho olvidar que soy un dios?! —rugió. Esbozó una amplia sonrisa. No pensaban titubear. Bien.

Su sonrisa se borró. Acto seguido un enorme milpiés salió a toda velocidad detrás de unos árboles a su espalda. El dios apenas y giró un poco su torso. Extendió el brazo izquierdo hacia atrás sin mirar y el bicho se estrelló contra la palma de su mano. Su cabeza se redujo hasta la mitad y su largo cuerpo fue cayendo hasta que llegó el turno de esta.

Implacable.

Su rostro se mantenía duro y frío como un témpano de hielo mientras devolvía su mano junto a su cuerpo con normalidad. Asesinar a esa alimaña le sentó diez mil veces mejor que asesinar a los cazadores.

Un par de extraños seres cuadrúpedos cubiertos con harapos negros se abalanzaron por ambos lados. Sus piernas eran afiladas estacas que agujereaban la tierra por donde corrían. El dios movió ambas manos justo a tiempo para detenerles de tocarle con ellas. No es que fuesen a perforar sus duras escamas, pero tampoco les dejaría intentarlo. Al mismo tiempo, un tercero de estos apareció justo frente a él, listo para atravesar su pecho. El dios perforó las piernas de los que sostenía con sus garras. Les soltó y se alejaron de un salto.

El Dios de la Arboleda                           #premiosadam2024 / #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora