Mi lugar

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Chicos, en mi época guardábamos nuestros autos en unos lugares llamados cocheras, que proliferaron por todo Buenos Aires a medida que la congestión vehicular hacía imposible el tránsito. Bueno, en realidad todavía hay, pero me gusta sentirme nostálgico.

Su tío Simón, que trabajaba en el centro, tenía su lugar reservado en una cochera de varios pisos a cinco cuadras del edificio de la Bolsa. Era un lunes cuando ingreso al mismo lugar de siempre con su auto negro e importado, no voy a dar marcas hasta que no me paguen por hacerlo, y se dispuso a estacionarlo en el espacio C-13 que tenía a su disposición. Pero no lo tenía. Comprobó que se encontraba en el piso indicado. Lo estaba. Comprobó que el auto que estacionado en su lugar era verdadero. Lo era. Y, sin embargo no podía creerlo. Le habían usurpado su lugar, el mismo que tenía desde hacía cinco años.

Bajó del coche y se dispuso a esperar. De un momento a otro el intruso debería irse, apenado por robar un lugar previamente reservado. Simón espero y espero y espero. Realmente espero mucho, pero no sucedió nada. Visiblemente irritado tuvo que pagar por otro espacio en una cochera lejana a su trabajo. Llego tarde y perdió varias inversiones por aquello. Pero no le importo. Solamente quería regresar corriendo a la cochera y ver quién era el usurpador.

El auto enemigo seguía allí y la Bolsa ya había cerrado. Era cuestión de tiempo. Y el tiempo pasó y paso. Recordó que en la entrada, doblando a la derecha, siempre había un africano vendiendo café. No sería lo mejor y posiblemente el origen fuera dudoso, pero mientras esperaba podría servirle. Además, solo sería un momento.

Compro el café, lo bebió mientras subía las rampas de la cochera y fue hacia su auto, parado frente a su espacio. Dejo caer el vaso, el cual se estrelló en el suelo de hormigón. Su espacio ahora estaba vacío y el dueño del auto se había escabullido sin que nadie lo notase.

Su tío creía que era cosa extraordinaria, por eso al día siguiente volvió como todos los anteriores y se dispuso a estacionar. Sin embargo, su lugar estaba nuevamente ocupado. Se bajó del auto y le dio la vuelta al coche usurpador. Por lo visto, hacía un tiempo largo que ocupaba ese lugar: afuera había llovido y la mayoría de los autos habían dejado una estela doble por el agua en sus cubiertas.

Simón no lo dudo y, visiblemente irritado, rodeo el coche y se colocó entre el capot y la pared. Soplo sus manos y relajo sus músculos. Luego, poso sus manos en la chapa y se dispuso a empujar con todas sus fuerzas. Pronto su cara tono un tono rojizo y comenzó a sudar, pero siguió empujando. Su espalda hizo un crujido y cayó al piso, retorciéndose de dolor. El auto ni se movió, tenía puesto el freno de mano.

Para el miércoles, previendo que ocurriría lo mismo, contrato a un vigilante de su puesto. Era Cacho un vagabundo que solía pedir monedas en las escalinatas del Banco.

—Bueno, cachito. Vos lo que tenes que hacer es quedarte acá y ver quién es el dueño de este auto. ¿Podrás?

—Depende el cachet, flaco.

—Por supuesto. ¿Un sanguche de milanesa?

Cacho sacudió la cabeza

—¿Dos?

—No busco comida.

Simón lo miro extrañado, hasta que Cacho guiño su ojo izquierdo.

—¡Ah! Ya sé lo que queres. Si, pedí lo que quieras en el cabaret. Que lo carguen a mi cuenta.

—Sos un buen pibe.

—Y vos un buen cartonero si haces lo que te pedí.

—¿Cartonero? Reciclador Urbano, aprende a hablar.

How I met your motherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora