El Sol y la Serpiente

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Los días de Boruto transcurrían como las hojas de un libro cuya historia nunca cambia. La mansión Hyuuga era su mundo, una fortaleza de piedra y sombras que lo aprisionaba con cadenas invisibles, hechas no de hierro, sino de expectativas y silencios.

A sus dieciséis años, Boruto se había convertido en la flor más hermosa de un jardín que nadie visitaba. Su belleza era etérea, un reflejo del sol atrapado en un prisma, dispersando su luz en mil direcciones, pero nunca encontrando la calidez del día.

Su abuelo materno, Hiashi Hyuuga, lo veía no como un nieto, sino como una deuda que la familia debía pagar por un error del pasado. Cada mirada que Hiashi le dirigía era un cuchillo afilado, cada palabra tenía una sentencia que lo encadenaba más al pozo de su culpa.

Boruto no era más que un reflejo de la vergüenza de su madre, y por ello debía ser castigado. Su educación no era más que un adoctrinamiento en el arte de la sumisión, donde las palabras eran la tinta con la que se dibujaban los barrotes de su prisión.

Hanabi, su tía, era el látigo que ejecutaba la voluntad del patriarca. Su furia era como una tormenta eléctrica, violenta e impredecible, descargando su odio sobre Boruto cada vez que veía en él los ojos de su verdadero padre.

Para Hanabi, Boruto era un recordatorio constante de la traición que su hermana cometió, y lo sometía a torturas emocionales que eran más crueles que cualquier castigo físico. Cada palabra suya era una gota de veneno, lenta y dolorosa, que se filtraba en el corazón de Boruto hasta que este comenzó a dudar de su propio valor.

Pero en medio de ese infierno, existía un oasis de paz. Neji, el paria de la familia, era el único que veía a Boruto como algo más que una maldición. Neji, quien había conocido el desprecio de la familia en carne propia, reconocía en Boruto a un alma afín.

En las pocas horas que pasaban juntos, Boruto sentía como si el peso de las cadenas que lo ataban se aligerara, aunque fuera por un breve momento. Neji era el viento que acariciaba su rostro en la prisión de la mansión, la única verdad en un mundo de mentiras.

A pesar de todo, Boruto era joven, y la vida, con toda su fuerza, clamaba desde dentro de su pecho. Sus dieciséis años lo impulsaban a buscar más allá de las paredes que lo rodeaban, y ahora, con la tímida libertad que se le concedía, Boruto comenzó a explorar el mundo que hasta entonces solo había visto a través de las ventanas cerradas.

Se le permitía caminar por los bulevares de la aristocracia, donde los jóvenes de su edad reían y se movían como aves libres en el cielo. Pero incluso allí, su libertad era limitada; las fiestas, los bailes, los encuentros sociales eran un lujo que le estaba vedado. Boruto podía ver el mundo, pero no podía tocarlo, como un espectador atrapado detrás de un vidrio.

Fue en uno de esos bulevares donde el destino trazó la línea que cambiaría su vida para siempre. Boruto, como un sol que ilumina todo a su paso, caminaba por las calles pavimentadas con mármol, cuando sus ojos se cruzaron con los de un extraño.

Mitsuki era un misterio envuelto en la piel de un ángel caído, su presencia era como la de una serpiente que se desliza silenciosa y segura, poseedora de un poder que hipnotiza sin esfuerzo. Su cabello, plateado como la luz de la luna, y sus ojos, de un dorado profundo, parecían guardar secretos que Boruto anhelaba descubrir.

El encuentro fue como el choque de dos fuerzas opuestas: el sol y la serpiente. Boruto, con su calidez y luz, se sintió inmediatamente atraído por el enigma que Mitsuki representaba. Había algo en la mirada de Mitsuki que hablaba de rebeldía, de una libertad que Boruto solo podía soñar.

Y Mitsuki, por su parte, quedó cautivado por la belleza resplandeciente de Boruto. Para él, Boruto era un sol en medio de una vida llena de sombras, un faro que lo atraía sin remedio, hipnotizado por la fuerza magnética de su presencia.

Los dos jóvenes, atrapados en un momento que parecía desafiar el tiempo, sintieron cómo una conexión invisible comenzaba a formarse entre ellos. Era como si sus almas, que hasta entonces habían sido dos estrellas solitarias en la vastedad del universo, se hubieran encontrado finalmente, atraídas por una fuerza que ninguno de los dos podía entender.

Comenzaron a verse en secreto, en rincones ocultos del boulevard, donde las miradas curiosas no podían alcanzarlos. Cada encuentro era una chispa que encendía el fuego que crecía en sus corazones, un fuego que, aunque prohibido, ardía con una intensidad que solo el verdadero amor puede generar.

Boruto y Mitsuki compartían palabras y silencios, gestos y miradas, construyendo un universo solo para ellos, un refugio lejos de las normas que los encadenaban.

Pero a medida que su amor crecía, también lo hacía el peligro. Los sentimientos que compartían se volvían cada vez más difíciles de ocultar, como un río que, aunque contenida, finalmente encuentra una grieta en la represa para desbordarse con furia.

El mundo que los rodeaba no estaba preparado para aceptar un amor como el suyo, y lo sabían. Pero en el calor de su juventud y la fuerza de su pasión, Boruto y Mitsuki se aferraban el uno al otro, decididos a desafiar el destino que parecía empeñado en separarlos.

Así, bajo el cielo estrellado de una noche que parecía bendecir su unión, Boruto y Mitsuki sellaron su destino con un beso. Un beso que era a la vez una promesa y una despedida, un juramento de amor eterno en un mundo que les negaba el derecho a existir juntos.

Y mientras el viento susurraba entre los árboles del boulevard, llevándose sus secretos con él, Boruto y Mitsuki supieron que, aunque el camino que les esperaba sería arduo, estaban dispuestos a recorrerlo juntos, sin importar las consecuencias.

Y mientras el viento susurraba entre los árboles del boulevard, llevándose sus secretos con él, Boruto y Mitsuki supieron que, aunque el camino que les esperaba sería arduo, estaban dispuestos a recorrerlo juntos, sin importar las consecuencias

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Entre Rejas Y Secretos (MitsuBoru) (SasuNaru)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora