Capítulo 9: Revelaciones y Consecuencias

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Esa noche, el pequeño departamento de Christopher se sentía como un refugio del mundo exterior. Dulce estaba acurrucada en el sofá, envuelta en una suave manta mientras veía la pantalla del televisor. La película que habían elegido era una comedia ligera, pero Dulce apenas podía concentrarse en la trama. La presencia de Christopher a su lado, tan cerca, la hacía sentir segura, como si nada más importara.

Christopher la miraba de vez en cuando, disfrutando de la tranquilidad que había entre ellos. Se había acostumbrado a su presencia, a sus risas, a la manera en que su cabello rojo brillaba a la luz tenue de la lámpara. Pero mientras la noche avanzaba, Dulce empezó a parpadear más lentamente, sus ojos cerrándose a pesar de sus esfuerzos por mantenerse despierta.

—Estás cansada —susurró Christopher, sonriendo suavemente.

Dulce intentó protestar, pero el sueño la venció, y en cuestión de minutos, estaba profundamente dormida, con la cabeza apoyada en el hombro de Christopher. Él sonrió y, con cuidado, la acomodó para que estuviera más cómoda. La miró dormir, sintiendo una mezcla de ternura y preocupación. Sabía que si Dulce no regresaba al internado antes del amanecer, habría problemas.

La luz del amanecer comenzó a filtrarse por las cortinas, y Christopher finalmente decidió despertarla.

—Dulce, es hora de irnos —susurró, sacudiéndola suavemente.

Dulce se despertó sobresaltada, su mente todavía nublada por el sueño. Cuando se dio cuenta de la hora, su corazón dio un vuelco.

—¡Oh no! ¡Voy a llegar tarde al internado! —exclamó, levantándose rápidamente.

Christopher asintió, comprendiendo la urgencia, y en cuestión de minutos ambos estaban en camino. Sin embargo, cuando llegaron al internado, ya era demasiado tarde. La madre superiora estaba esperando en la entrada, su expresión era de severidad y desaprobación.

—Dulce María Espinoza Saviñón —dijo, su voz llena de autoridad—. ¿Sabes qué hora es?

Dulce tragó saliva, sabiendo que no había excusa que pudiera justificar su ausencia.

—Lo siento, madre superiora. No me di cuenta de la hora... —intentó explicar, pero la madre superiora la interrumpió con un gesto.

—Esto es inaceptable. ¿Y tú, Anahí? ¿Por qué no me avisaste que Dulce no había regresado?

Anahí, que estaba esperando nerviosa cerca, dio un paso adelante, pero Dulce se apresuró a intervenir.

—Es mi culpa, madre superiora. Anahí no tiene nada que ver con esto —dijo rápidamente.

La madre superiora la miró fijamente por un momento antes de asentir.

—Ambas vendrán conmigo a la oficina del director —ordenó—. Y mandaremos a llamar a tus padres, Dulce.

El estómago de Dulce se hundió al escuchar eso. Sabía que llamar a su padre, Fernando Espinoza, significaba problemas. Grandes problemas.

Horas más tarde, en la oficina del director

Fernando Espinoza llegó al internado con una expresión de furia contenida. Era un hombre imponente, vestido con un elegante traje, con un aire de autoridad que hacía que todos se sintieran pequeños a su alrededor. Dulce, sentada en una de las sillas frente al escritorio del director, se sintió diminuta cuando su padre entró en la habitación.

La madre superiora y el director le explicaron la situación a Fernando, mientras él escuchaba en silencio, su rostro cada vez más tenso.

—Tuve que cancelar un viaje de negocios muy importante para venir aquí por esta tontería —dijo finalmente, dirigiéndose a Dulce, su tono era frío y desaprobador—. No tienes idea de las consecuencias de tus actos. Estás jugando con tu futuro y con mi tiempo.

Dulce sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas, pero se negó a llorar. No quería darle la satisfacción a su padre de verla débil.

—¿Una tontería? —respondió con voz temblorosa, pero llena de ira—. ¿De verdad piensas que solo soy una molestia? No me importa tu maldito negocio. ¡Nunca te importo yo!

Fernando la miró, su expresión endureciéndose aún más.

—Eres una niña malcriada que no sabe apreciar lo que tiene —respondió con voz severa—. Todo lo que hago es por ti, por tu futuro, y así es como me lo agradeces.

Dulce sintió que algo en su interior se rompía. Todo el resentimiento acumulado salió a la superficie.

—¡No, papá! Todo lo que haces es por ti, por tu ambición, por tu dinero. Nunca has estado para mí, y ahora solo te importa porque te hacen quedar mal. ¡Estoy harta de todo esto!

El director y la madre superiora intercambiaron una mirada incómoda, pero permanecieron en silencio. Fernando se quedó mirándola, sorprendido por la fuerza de las palabras de su hija. Después de un largo momento de silencio, finalmente suspiró y se volvió hacia el director.

—Haré los arreglos necesarios para que reciba un castigo apropiado —dijo con frialdad—. No podemos dejar que esto vuelva a suceder.

Dulce se quedó mirando a su padre mientras él se daba la vuelta y salía de la oficina, sintiendo una mezcla de rabia y tristeza. Sabía que había cruzado una línea, pero también sabía que no podía seguir dejando que su padre controlara su vida de esa manera. Se sentía herida, pero también extrañamente liberada, como si, por primera vez, hubiera encontrado su propia voz.

Al mirar a Anahí, que se encontraba a su lado con una expresión de preocupación, Dulce sintió un pequeño consuelo. Al menos tenía a su amiga, alguien que siempre la apoyaría, pase lo que pase. La pelirroja sabía que, aunque las cosas se complicaran aún más, no estaba sola.

Amor a la medianoche Donde viven las historias. Descúbrelo ahora