Prólogo

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Hacía mucho tiempo que el joven no disfrutaba de una buena comida casera, esa a la que estaba acostumbrado. Todos aquellos alimentos que sustituían su antigua dieta apenas lograban satisfacerlo. Los sabores insípidos hacían que incluso la escasa comida rápida que conseguía pareciera un manjar. Desafortunadamente, tampoco podía permitirse salir demasiado, y mucho menos pasear por lugares donde le sirvieran algún zongzi casero. Se relamió los labios secos solo de pensarlo. El aroma del zongzi casero. Era lo único que le recordaba a un tiempo más simple. Sabores que ahora parecían tan lejanos como el hogar mismo.

Sin embargo, un lugar donde vendieran algo así era lo que más debía evitar. De lo contrario, todos sus esfuerzos de los últimos años serían en vano.

Cerró la puerta de su nueva casa, si es que se le podía llamar así. Era una habitación de diez metros cuadrados en la que prácticamente se podía ir al baño y estar en la cama al mismo tiempo.

El aire húmedo allí era sofocante, y la mugre incrustada en las paredes parecía apoderarse de cada rincón, como si el lugar mismo estuviera conspirando en su contra.

Las habitaciones que se había conseguido durante ese último año no eran mejores que la comida. Con miedo de llamar la atención, principalmente había optado por hostales de mala muerte y vacíos, aunque comprendía por qué. No había sido sólo una vez la que algún insecto había sido el segundo y único inquilino aparte de él.

Se enjuagó la cara en el lavabo, que estaba a pocos metros del catre donde dormía. El suelo parecía ser más cómodo.

Se cambió de ropa. A lo largo de su estancia en aquel país lejano del hogar al que ya no pertenecía, había coleccionado algunas prendas sueltas.

Desnudo de torso para arriba, observó las cicatrices que rompían el equilibrio de su piel, eran su castigo y su recuerdo. Eran dibujos sin patrón que arruinaban su piel una vez lisa y perfecta, la de un joven sano. Las odiaba y, al mismo tiempo, le gustaba mirarlas. Cada cicatriz era un cruel recordatorio, no solo de lo que había sufrido, sino de lo que había dejado atrás. La traición, el abandono, todo en lo que había creído firmemente se había desmoronado. Ahora, lo único que quedaba era el fuego de la venganza.

Miró la más grave de todas, realizada por un afilado metal ardiente. El dolor punzante y agonizante que sintió aquel día aún persistía en su memoria, fresco como si del día anterior se tratara.

El ruido de los coches pasar era la música que escucharía esa noche. Sin embargo, intentó animarse a sí mismo pensando en su objetivo. Mantener la mente ocupada era lo único que lo había salvado de caer en la locura.

El primer paso, el más fácil, ya había sido completado. El segundo le habían confirmado que había sido llevado a cabo con éxito. El resto debía ir como la seda. Si realmente habían podido superar lo más complicado, lo próximo no debería llevar demasiado tiempo.

No podía negar que era una difícil decisión. No había elegido aquel camino por placer, sino que había sido obligado. Se recordaba aquello todos los días, cada vez que la duda asomaba. No podía echarse atrás, no a esas alturas. Ahora debía llegar hasta el final, con todo lo que eso conllevaba. Después de todo, era la única manera de obtener lo que deseaba. La única forma de poder alcanzar la felicidad. Y la razón por la que seguía luchando contra el mundo que le era hostil.

Siempre había sido una persona decidida y con convicciones claras, y aquel día no sería el momento en el que eso cambiaría.

Aferrándose a la ira y al resentimiento, lo único que le habían dejado aquellos que le habían dado la espalda, envió el mensaje para dar inicio al siguiente paso en el comienzo de una guerra. No una guerra de ejércitos ni de banderas ondeando en lo alto, sino una guerra silenciosa, entre sombras y secretos, una lucha para desafiar lo inevitable. Era su única esperanza de burlar el destino y destruir las cadenas que su propio pueblo les había impuesto. Esta era su guerra, por ella, y por el futuro que les habían robado.


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