Capítulo 8

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Cuando bebas agua, recuerda la fuente


Al sur de China, rodeada por montañas majestuosas que se elevaban como guardianes silenciosos, una pequeña comunidad vivía apartada del resto, sumergida en un mar de verdes densos y el constante murmullo de un río serpenteante, cuyo azul cristalino reflejaba el cielo. Los picos cársticos, cubiertos de una fina capa de neblina matutina, daban al lugar un aire místico, como si el tiempo transcurriera a un ritmo distinto al del resto del mundo.

A pesar de que nada impedía a los habitantes de la ciudad entrar y salir de la aldea, pocos lo hacían. Había algo intangible que parecía delimitar las fronteras entre ambos mundos: un respeto silencioso, casi reverencial, por las viejas historias que se susurraban entre generaciones. Aunque no había puertas que cerraban el paso, el límite entre la aldea y el resto de la ciudad era tan claro como si estuviera marcado en piedra.

La aldea, oculta entre los pliegues de las montañas, albergaba una colección de viviendas pintorescas, cada una con techos curvados hacia el cielo, siguiendo el estilo tradicional que parecía inalterado por los siglos. Las paredes de madera envejecida, talladas con esmero, guardaban las historias de generaciones, y la brisa traía consigo el aroma del suelo fértil, como si el tiempo se hubiera detenido en ese rincón del mundo.

Había dos casas especialmente grandes con respecto al resto. Estas se encontraban separadas por el río que atravesaba la ciudad; y a la vez, conectadas por un puente que, a pesar de su aspecto antiguo, había sido capaz de mantenerse en pie a lo largo de los años.

En una de esas enormes viviendas, el ruido de la juventud era capaz de llegar a casi todos los rincones de cada una de las estancias de la casa.

En la habitación más sagrada de la casa, una sala destinada a la veneración de los ancestros, las mujeres se reunían en silencio. La penumbra del lugar, apenas iluminado por la suave luz de las velas, reflejaba los rostros solemnes de la madre y sus tres hijas. La mediana, inquieta, miraba con curiosidad las antiguas tablillas que honraban a los familiares fallecidos, mientras su madre, con voz suave, les pedía que mantuvieran el silencio que exigía la ocasión.

Era tradición que, al menos una vez al día, visitaran juntas aquel santuario. La mayor de las tres hijas, Li, ayudaba a su madre, ya que conocía el protocolo a seguir.

Tras la veneración de los antepasados, familiares de la madre, las mujeres salieron al segundo patio de la casa, un extenso pabellón de madera adornado por dos grandes árboles.

Comenzaron a pasear, rodeando el patio. La madre llevaba en brazos a la más pequeña, quien era apenas un bebé de un año; mientras que sostenía de la mano a la segunda. Por su parte, Li iba al otro lado de la madre.

Mientras caminaban, la segunda hija pidió a la madre que contara una historia.

—Quiero la leyenda de los dragones.

Aquella historia captaba la atención de todas las hermanas,  incluso tras haberla escuchado miles de veces. Li ya se la sabía de memoria, pero nunca le importaba oírla una vez más.

—Creo que podemos quedarnos un rato aquí antes de ir con vuestro padre —accedió la madre sonriendo. Estaba acostumbrada a que le solicitaran el mismo relato de forma frecuente.

Comenzó con la misma cita de siempre: —Existe algo, impreciso pero completo. Algo que existía ya antes del Cielo y la Tierra. No conocemos su nombre, por lo que lo llamamos TAO. Aunque nosotras nos referimos a esto como la madre dragón. Una dragona que concibió a dos dragones opuestos: Yang, el Cielo y Yin, la Tierra.

»Con esta división, hombre y universo también fueron divididos: Cuerpo y mente, día y noche, luz y oscuridad...; y así sucesivamente. Fueron los responsables de que el mundo que conocemos hoy en día exista.

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