Capítulo 21

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Es fácil esquivar la lanza, mas no el puñal oculto


El corazón de Alex latía con fuerza, como si hubiera corrido una maratón. Aunque lo que acababa de experimentar era, sin duda, peor. Se inclinó hacia adelante, apoyando las manos en las rodillas mientras intentaba recuperar el aliento. A pesar de que necesitaba un descanso, sabía que no podía permitírselo. No estaban seguros de si la mujer del restaurante había logrado alertar a alguien.

Li sacó una botella de agua de su mochila y comenzó a beber. Más que una botella, era un termo.

«Con razón pesaba tanto la mochila», pensó Alex, notando que su garganta estaba seca. Li le pasó el termo.

—Está caliente —dijo Alex, sorprendido al tocarlo.

Li no respondió, como si el comentario fuera tan irrelevante que no merecía una respuesta. Se encogió de hombros y cogió de regreso la botella para volver a beber de ella. Alex la observó, asombrado de que pudiera beber agua caliente en pleno verano. Ni siquiera él hacía eso en invierno. Pero luego se recordó que, después de las cosas extraordinarias que había presenciado, como un ave de nueve cabezas, no debería sorprenderse por algo tan trivial.

Li piso el acelerador, y el coche salió disparado. Alex se acomodó en el asiento, todavía asimilando todo lo ocurrido. Sabía que se encontraba en medio de algo que escapaba a su compresión. Su mente, acostumbrada a números y fórmulas, luchaba por encontrar sentido a un mundo en el que estatuas cobraban vida y bestias míticas lo acechaban.

—Busca la carta —ordenó Li, sin apartar los ojos de la carretera.

Alex empezó a revisar las bolsas con nerviosismo. Abrió un paquete y encontró un fajo de billetes atados con una goma.

—¿Esto es dinero chino? —preguntó, levantando los billetes.

Li asintió brevemente, sin mucho interés. Alex los volvió a guardar en el paquete, sintiendo una incomodidad creciente. Todo aquello le recordaba a una escena sacada de una película de mafiosos. Temía, de algún modo, acabar involucrado en algo más oscuro de lo que ya estaba.

La siguiente caja que abrió contenía comida.

—Fideos —murmuró Alex, con el estómago rugiendo ante el aroma. Cerró la caja y pasó a la siguiente, donde encontró las famosas galletas de la suerte. Nunca había tenido una en sus manos. Miró las otras bolsas. Más comida.

Miró a Li, temeroso de cómo decirle que no había rastro de la carta.

—No está —susurró Alex, con un nudo en la garganta.

Li apartó por un segundo la mirada de la carretera para inspeccionarlo. Sin decir palabra, tomó las bolsas y las revisó ella misma, su expresión cada vez más tensa. Sus veloces ojos se movían de la carretera a su regazo, donde con una sola mano abría los envases de cartón. Después de comprobar todo, las dejó en el asiento trasero y continuaron el trayecto en silencio.

Llegaron a una gasolinera. Li frenó bruscamente y Alex dio un pequeño respingo en su asiento. Sin apagar el motor, Li volvió a coger las bolsas y revisó cada caja, una vez más, con más desesperación que antes. El ambiente cargado de tensión.

—¿Qué hacemos ahora? —se atrevió a preguntar Alex, rompiendo el incómodo silencio que se había instalado entre ellos.

Li, recostada en su asiento con los ojos cerrados, murmuró algo en chino. Alex no lo entendió.

—¿Nos ha mentido? —preguntó en voz baja, recordando a la mujer del restaurante.

Li respiró hondo y, al abrir los ojos, su semblante parecía más sereno. Quitó el freno de mano.

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