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La oscuridad de la noche se cernía sobre el cuartel general de los cazadores de demonios. Todo estaba en calma, excepto por el sonido de las hojas crujientes bajo las botas de Sanemi Shinazugawa. Caminaba a solas, con las manos metidas en los bolsillos de su haori, tratando de no pensar en la escena que había presenciado hace apenas unos minutos.
Había pasado por la sala común cuando la risa alegre de Rengoku resonó por los pasillos. Sanemi, con el ceño fruncido, no tenía la intención de detenerse, pero entonces la escuchó a ella: [T/N]. Su voz suave y cálida siempre lograba detenerlo en seco, como si el mundo entero se detuviera cuando ella hablaba. Y cuando los vio, el corazón le dio un vuelco.
[T/N] estaba sentada junto a Rengoku, sus manos entrelazadas. Ella reía con él, sus ojos brillando de una manera que solo Rengoku podía provocar. Sanemi observaba desde la sombra, sintiendo cómo su pecho se apretaba con un dolor agudo. Sabía que no debía mirar, que no era su lugar, pero no podía evitarlo. Algo en él lo obligaba a quedarse allí, a ser testigo de esa felicidad que nunca sería suya.
—Sanemi, ¿estás bien? —la voz de Tengen lo sacó de sus pensamientos, apareciendo de la nada, como solía hacerlo. Tengen lo observó con una mezcla de curiosidad y seriedad.
Sanemi lo miró por un segundo, tratando de mantener su expresión habitual. —Tsk, claro que sí. ¿Por qué no iba a estarlo?
Tengen lo observó más de cerca, como si intentara leer entre líneas. Luego, su mirada se desvió hacia la sala común, donde Rengoku y [T/N] seguían riendo, completamente ajenos al dolor invisible de Sanemi.
—Te duele, ¿verdad? —dijo Tengen en un tono más bajo. No era una pregunta. Sanemi bufó, intentando evitar la conversación, pero el Pilar del Sonido no lo dejó ir tan fácilmente—. He visto cómo la miras. Es obvio para cualquiera que esté prestando atención.
Sanemi sintió cómo la rabia le subía por la garganta, mezclada con un dolor que lo ahogaba. Giró bruscamente sobre sus talones y comenzó a caminar hacia el patio exterior, lejos de las miradas inquisitivas de Tengen y la felicidad de Rengoku y [T/N]. No quería hablar de ello, no con él ni con nadie.
El frío viento de la noche azotaba el rostro de Sanemi mientras se sentaba en una de las escaleras del patio. El cielo estaba despejado, con una luna brillante colgando sobre ellos, pero para él, todo se sentía nublado, cubierto por una capa de tristeza que no podía sacudirse.
Sanemi sabía que estaba enamorado de [T/N] desde hacía mucho tiempo, mucho antes de que ella se uniera a la relación con Rengoku. Había algo en ella que lo había atraído desde el primer momento: su determinación, su bondad, la manera en que siempre sonreía, incluso en los momentos más oscuros. Pero, por supuesto, ella nunca lo había visto de esa manera. Para [T/N], él siempre había sido el amigo brusco, el compañero de batallas que apenas sabía cómo manejar una conversación sin terminar en una discusión.
Y luego estaba Rengoku. Siempre brillante, siempre alegre. Todo lo que Sanemi no era. Rengoku, con su calidez y su carisma, había ganado el corazón de [T/N] sin esfuerzo. Sanemi sabía que no podía competir con eso, y no lo intentaría. Pero eso no hacía que el dolor fuera más fácil de soportar.
Mientras observaba el cielo nocturno, su mente se llenaba de recuerdos. Recordó la primera vez que vio a [T/N] luchar, cómo su agilidad y fuerza lo dejaron impresionado. Recordó las veces que ella le había sonreído, y cómo, por un segundo, él había creído que esa sonrisa podría ser solo para él. Pero ahora sabía que esas esperanzas eran solo ilusiones. Todo el tiempo, su corazón había pertenecido a Rengoku.
Una risa lejana lo sacó de sus pensamientos. Levantó la cabeza y vio a Rengoku y [T/N] salir juntos al patio. No los había oído acercarse, y por un momento, se quedó paralizado, sin saber si debía levantarse o simplemente desaparecer en las sombras.
—¡Ah, Sanemi! —exclamó Rengoku al verlo, con esa risa brillante que parecía iluminar incluso la oscuridad más profunda—. No sabía que estabas aquí. ¡Ven, únete a nosotros!
Sanemi apretó los dientes, su mirada se desvió hacia [T/N], quien lo observaba con esa sonrisa amable que tanto lo hacía doler.
—No gracias, ya estaba por irme —respondió Sanemi, tratando de sonar despreocupado, aunque sentía el nudo en su garganta.
Rengoku frunció el ceño, claramente notando algo extraño en su tono, pero antes de que pudiera decir algo más, [T/N] intervino.
—Sanemi, ¿todo está bien? —preguntó ella con genuina preocupación.
Y ahí estaba de nuevo. Esa dulzura en su voz que hacía que su pecho doliera aún más. Quería gritar, quería decirle todo lo que sentía, cómo cada momento que la veía con Rengoku era como una puñalada. Pero sabía que no podía. No era justo para ella, ni para Rengoku.
—Todo está bien —mintió, levantándose rápidamente—. Solo estoy cansado. Nos vemos mañana.
Antes de que [T/N] pudiera insistir o preguntar más, Sanemi se alejó rápidamente, sintiendo que cada paso lo hundía más en un abismo de soledad. El eco de las risas de ambos resonaba en su cabeza, como un recordatorio cruel de lo que nunca podría tener.
❀ ❀ ❀ ❀
De vuelta en su habitación, Sanemi se dejó caer en su cama, mirando el techo sin realmente verlo. Las imágenes de [T/N] y Rengoku seguían bailando en su mente, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que las lágrimas quemaban detrás de sus ojos.
—Maldita sea —murmuró para sí mismo, apretando los puños con fuerza—. ¿Por qué ella? ¿Por qué él?
Sabía que nunca podría odiar a Rengoku. ¿Cómo podría? Era su amigo, su compañero, y además, hacía feliz a [T/N]. Sanemi lo sabía. Sabía que [T/N] lo amaba, y que Rengoku la amaba de vuelta con esa intensidad brillante que solo él podía ofrecer. Pero eso no hacía que su dolor fuera menos real.
Sanemi giró en su cama, cerrando los ojos con fuerza, intentando ahogar los sentimientos que lo estaban consumiendo. Sabía que tendría que seguir adelante, que no tenía otra opción. Nunca le confesaría lo que sentía a [T/N]. No era justo para ella, ni para Rengoku. Y en el fondo, sabía que jamás lo haría.
Pero cada vez que los veía juntos, cada vez que los escuchaba reír o veía cómo se miraban, sentía que algo dentro de él se rompía un poco más. Porque aunque [T/N] nunca lo sabría, y aunque él nunca lo diría en voz alta, Sanemi Shinazugawa estaba completamente y desesperadamente enamorado de ella.
Y eso era algo que tendría que llevar consigo para siempre.