CAPITULO 3

45 5 0
                                    

JULIA

Hoy ha sido una mañana horrible en la cafetería. Odio cuando los clientes me hacen ruiditos como si fuera un perro al que llaman. Juro que cada día ponen a prueba mi paciencia, y eso sin contar el constante acoso de Julián. La única razón por la que aún no he mandado todo al diablo es porque necesito el dinero.

—Hola, Rosa, ¿qué tal? —digo aliviada al ver que por fin son las tres y que se aproxima el momento de pasar el resto del día con Nico.

—Genial, cariño —responde la dulce señora, su voz es como un bálsamo para mi irritación—. No ha querido comer nada, dice que le duele la tripa —hace una mueca que refleja su preocupación.

Rosa es la asistenta de la casa; se ocupa de Nico por las mañanas y de la casa por las tardes mientras yo cuido de él. Lleva casi 30 años trabajando para la familia Moretti. Siempre me ha tratado con cariño y afecto, y a veces me sorprende con galletas que me da a escondidas. Aunque no conoce toda mi historia, sabe lo suficiente para darme un respiro de vez en cuando.

—¿Está en su habitación? —pregunto mientras recojo la bandeja con la sopa y me dispongo a subir.

—Intenta que coma aunque sea un poco. —Me despido de ella, sintiendo que su apoyo me da fuerzas.

Subo las escaleras con cuidado de no derramar ni una gota de la sopa que preparé con todo el cariño del mundo. Recuerdo aquellos días de mi infancia cuando fingía que me dolía la tripa para que mi abuela me hiciera esta misma sopa de verduras. El aroma me inunda de recuerdos, una mezcla de nostalgia y calidez. Echo tanto de menos esos tiempos.

La puerta de la habitación está entreabierta, así que la empujo con mi cadera.

—Hola, bichito —le saludo con cariño. El efecto que este niño tiene en mí es enorme. Nada más verlo, una sonrisa ilumina mi cara; es la luz en mi oscuridad. Nico me mira con esos ojos brillantes, y siento que el amor incondicional que me dan Lira y Lara es una estrella que ilumina su mundo. Sin embargo, un par de arañazos, prueba de su amor, se esconden bajo los vaqueros claros. —Me ha dicho Rosa que no has comido nada.

Está sentado en la cama coloreando un libro de animales, y su expresión es mejor que la de ayer.

—Te estaba esperando —dice mientras se sienta a mi lado y se ríe, su risa es como un canto de aves en primavera.

Hemos tenido esta conversación casi todos los días desde que empezó a rechazar la comida, y Nico se aferra a esa manía. Es un niño muy terco.

—Hoy te lo paso porque te duele la tripita —le acaricio el pelo, un rubio tan claro que casi parece blanco. Es tan distinto a su hermano Alex, que tiene el pelo negro como la noche y unos ojos tan oscuros que parecen vacíos. Transmite una sombra de misterio, mientras que Nico es un rayo de sol con su pelo dorado y ojos azules como el cielo. Aunque son hermanos, son polos opuestos. —Vamos a sentarnos a comer.

Coloco la bandeja con la sopa en la mesita en la que solemos jugar a tomar el té. Es crucial que coma; Nico es muy delgadito y su poco apetito es una lucha constante cada vez que se trata de comida.

—¿Qué tal la mañana? ¿Lo has pasado bien? —le pregunto mientras apoyo el mentón en mi puño y le observo comer.

Cuando solicite el trabajo, todo era misterioso y profesional. Tras tantas entrevistas, pensé que el niño al que debía cuidar sería problemático o complicado. Pero todo lo contrario; es un angelito. Me sorprende que me paguen tanto por cuidar de él.

He estado dándole vueltas a la idea de pedirle a Alex que me dé más horas para poder dejar el trabajo de la cafetería. Parece algo sencillo, pero él es tan intimidante y cortante que me da miedo.

Ayer, intenté iniciar una conversación cordial con él, pero me cortó de raíz. Aunque estoy acostumbrada a su actitud, duele. No soy una persona tímida, pero tampoco tengo mucho carácter. Cuando estoy con él, me siento pequeña e indefensa. Me da miedo enfadarle; traumas del pasado.

Sé que tengo que hablar con él, y esa idea me agobia. Por eso sacudo la cabeza e intento distraerme.

Paso la tarde jugando con Nico. Le encantan los legos, y debo admitir que a mí también. Siento que, de alguna manera, estoy viviendo la infancia que nunca tuve. Mis padres me separaron de mis abuelos y me quitaron todo. Cuando Nico se aburre de jugar, nos tumbamos en el sofá a ver películas. Me he acostumbrado tanto a esto que, cuando me doy cuenta, son casi las nueve y media y el bichito está durmiendo.

Alex todavía no ha llegado, y yo estoy en el salón, esperando a que entre por la puerta para pedirle más horas de trabajo. Estoy nerviosa y no paro de mover las manos y los pies, un tic que nunca he podido controlar.

Escucho el coche aparcar fuera de la casa. Está aquí.

De repente, hace calor; la coleta me aprieta y la trenza me pesa. Los vaqueros me resultan incómodos, y la sudadera oversized me parece demasiado ajustada.

Odio esta parte de mí, incapaz de confrontar situaciones tan cotidianas como hablar con tu jefe.

Escucho la puerta abrirse y mi mente repasa todas las maneras posibles de formular mi petición. ¿Por qué estoy tan nerviosa?

—Hola —le digo. Solo asiente, dejando las llaves y la chaqueta en la encimera.

—Ya está dormido, se encuentra mejor de la tripa —intento acercarme para iniciar la conversación, pero él, como cada noche, me da la espalda y se sirve un vaso de whisky.

Hoy lleva un traje negro con una camisa también negra. Casi siempre va vestido así; me cuesta imaginarlo de otra manera. Espero a que termine de servirse para continuar hablando. Su cuerpo se nota más tenso de lo habitual. Quizás no sea el mejor día para preguntarle nada.

Se pasa una mano por la nuca mientras exhala un largo suspiro. Me quedo mirándolo, embobada. Este hombre me hace sentir tan pequeña que me aterra.

—Está bien, hasta mañana —como siempre, su mirada muestra indiferencia.

Si no lo hago ahora, no lo haré nunca. El pensamiento de tener que volver mañana a la cafetería, a soportar a los clientes y al acosador, me aterra y me empuja a hablar.

—Alex, ¿podemos hablar un segundo? —No suelta el vaso y me mira fijamente. No sé descifrar lo que veo en sus ojos: indiferencia, irritación, enfado.

—Alejandro —dice con un tono muy serio. De repente, mi cuerpo se paraliza y una vergüenza extrema me invade; agacho la cabeza sin poder evitarlo. Un atisbo de rabia me inunda.

Es tan prepotente y arrogante.

Me trago el orgullo y levanto la mirada.

—Lo siento —le digo, dando un paso hacia él. Nos separan unos dos metros. Sinceramente, no he estado tan cerca de él nunca. —Quería hablar sobre el horario. Me gustaría trabajar más horas al día; así podría ayudar a Rosa en las tareas de la casa y podrías llegar a casa más tarde sin preocuparte. Me podría quedar más horas.

No sé ni cómo las palabras han salido de mi boca de una sola vez. Siento que he lanzado una bomba y espero su respuesta.

—Está bien. —¿Solo eso? ¿Tan fácil ha sido?— Te pagaré el doble, pero tendrás completa disposición. —Sí, ha sido así de simple—. Desde mañana.

No puedo evitar que la alegría se me note y se me escapan unos pequeños saltitos, pero al segundo me doy cuenta de que parezco una niña y, con una tos forzada, me detengo. Avergonzada pero radiante, salgo por la puerta.

El regreso a casa nunca ha sido tan feliz. Estoy fantaseando con cómo mandar a la cafetería y a todos allí al diablo. No más menosprecios, insultos ni acoso. Todo ha terminado.

Pedaleo al ritmo de un corazón que late rápidamente por la alegría. Por fin, algo bueno. No tendré que dar tantas vueltas en bicicleta, ni trabajar tantas horas, ni dormir tan poco.

Hoy la noche no parece tan oscura; las estrellas brillan más intensamente y el canto de los grillos es una melodía armoniosa para mis oídos.

Hoy llegaré a casa y no tendré que preocuparme de madrugar ni de si me alcanzará para pagar las facturas del hospital la semana que viene. Hoy dormiré tranquila.

Por fin.

SUSURROS DE LA NOCHE || Finalizada. 🤍Donde viven las historias. Descúbrelo ahora