Valentina siempre había creído que su vida era sencilla pero perfecta. A sus 17 años, vivía en un pequeño vecindario de Chicago junto a su madre, quien había sido su mayor apoyo desde que su padre falleció cuando ella tenía solo cinco años. Aunque su ausencia era una sombra persistente, Valentina había aprendido a encontrar luz en los pequeños momentos: sus clases, sus amigos y las risas que compartía con su mamá al final del día.Pero esa noche todo cambió.
—Valen, tenemos que hablar —dijo su madre al entrar a la casa. Había algo en su tono que hizo que Valentina dejara el celular a un lado.
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó con un nudo en el estómago.
Su madre se sentó frente a ella, con los hombros hundidos como si llevara el peso del mundo.
—Me despidieron del hospital.
El corazón de Valentina pareció detenerse.
—¿Qué? ¿Por qué? ¡Tú eres una de las mejores enfermeras!
—Recortes, hija. No tiene nada que ver conmigo, pero ya no hay trabajo para mí allí.
Valentina intentó procesar lo que acababa de escuchar. Su madre llevaba más de diez años trabajando en ese hospital, era su orgullo y la base de su estabilidad.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Valentina, sintiendo cómo el pánico comenzaba a subirle por el pecho.
Su madre tomó aire profundamente.
—Vamos a tener que dejar la casa. Y tú... tendrás que irte a España con tu abuela mientras yo encuentro cómo estabilizarme aquí.
Las palabras cayeron como un balde de agua fría.
—¡No! —exclamó Valentina, levantándose del sofá.— ¡No puedo irme! Mi vida está aquí, mamá.
—Valen, no tengo otra opción. Las cuentas se están acumulando, la casa está hipotecada... No quiero que tengas que vivir esto. Tu abuela te recibirá hasta que todo mejore.
—¿Con la abuela? ¿En esa casa? —Valentina sintió un nudo de rabia mezclada con miedo en el estómago.
La abuela de Valentina trabajaba como ama de llaves en la mansión de los Montes, una familia adinerada que siempre había tratado bien a su abuela pero que representaba todo lo que ella odiaba: lujo vacío y personas que, aunque amables, vivían en un mundo muy diferente al suyo. Pero no era la casa lo que más le molestaba.
Era Sebastián.
Dos semanas después, Valentina estaba sentada en un avión rumbo a Madrid. A pesar de las palabras de su madre, no podía evitar sentirse traicionada. Dejar atrás su vida en Chicago, a sus amigos y sus sueños, era un precio demasiado alto por una situación que no era culpa suya.
Cuando el avión aterrizó, su abuela la esperaba con una sonrisa cálida y los brazos abiertos.
—¡Valen, mi niña! Qué alta estás, ¡pareces toda una señorita! —exclamó mientras la abrazaba.
Valentina sonrió débilmente, sintiendo una mezcla de alivio y resignación. Quería a su abuela, pero no podía ignorar la incomodidad que le generaba estar de vuelta en esa mansión.
La casa Montes seguía tan imponente como siempre. Su fachada blanca y sus jardines perfectamente cuidados parecían sacados de una postal. Pero Valentina sabía que tras esa perfección se escondía una incomodidad que prefería evitar.
Mientras recorría los pasillos hacia el cuarto que le habían asignado, escuchó una voz familiar.
—Así que la pequeña Valentina ha regresado.
Se giró de inmediato y ahí estaba Sebastián. Apoyado contra una de las puertas, con su característica sonrisa arrogante y esa mirada que parecía querer desafiarla.
Había cambiado. Era más alto, más maduro, pero seguía teniendo ese aire de superioridad que tanto la molestaba.
—Sebastián —dijo con frialdad, cruzándose de brazos.
—¿No vas a saludarme como es debido? Pensé que estarías emocionada de volver a verme.
—No te emociones tanto. Estoy aquí porque no tengo otra opción, no porque quiera verte.
Él levantó una ceja, divertido.
—Sigues siendo igual de adorable.
Valentina sintió cómo la rabia le subía al pecho. Quería gritarle, pero se contuvo.
—No tienes ningún derecho a hablarme así —dijo, con una voz fría que intentaba esconder lo mucho que él la hacía enojar.
—¿Ah, no? —Sebastián sonrió aún más, como si disfrutara del juego.
—No. Y créeme, pienso mantenerme lo más lejos posible de ti mientras esté aquí.
Sebastián solo se rió, como si sus palabras no tuvieran peso.
Valentina se dio la vuelta y caminó hacia su habitación, jurando que no dejaría que Sebastián volviera a meterse en su cabeza. Pero en el fondo sabía que no sería tan fácil. Había algo en él que la desafiaba, que despertaba una mezcla de emociones que ella prefería ignorar.
Sin embargo, esta vez no iba a permitir que nadie, ni siquiera Sebastián, tuviera el poder de herirla de nuevo.
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Un lugar que no es casa
NouvellesValentina siempre había tenido una vida sencilla pero perfecta, hasta que todo cambió. La pérdida del trabajo de su madre la obligó a dejar Chicago y su mundo conocido para ir a España, a vivir con su abuela en una casa que no sentía suya. Allí, el...