CAPÍTULO - 39 (I)

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"A veces la vida separa a las personas para que puedan darse cuenta de cuánto significan el uno para el otro" — Paulo Coelho.



Cuando me quise dar cuenta habían pasado varios segundos en los que mi cuerpo había permanecido de pie junto a la puerta abierta del frigorífico, quedándose congelado en un pequeño trance donde mis ojos parecían querer encontrar algo en el interior del electrodoméstico que sabía de sobra no iba a aparecer por arte de magia de un instante a otro. Ni siquiera entendía por qué en aquel preciso instante mi mente decidió acordarse de los yogures perfectamente colocados unos encimas de otros que solía haber en la nevera cuando el muchacho cenaba allí conmigo. Pero ahora no quedaba rastro de ellos, al igual que no quedaba rastro de Harry.

Harry.

Cuando su nombre pululaba por mi mente todo lo que podía sentir era un dolor y una tristeza que amenazaban con resquebrajar aquella carcasa de metal forjado que durante tantos años había fortalecido con el fin de proteger cada sentimiento que mi mente albergaba.

Nuestras conversaciones telefónicas apenas habían durado más de cinco minutos en las ocho ocasiones en que habíamos contactado el uno con el otro desde que él se marchó a Norte América, hacía ya un mes. Las palabras que compartíamos estaban vacías, al igual que las emociones que tratábamos de transmitir a través de ellas; era como si nuestros cuerpos se convirtiesen en robots a los que habían programado para mantener una conversación obligada y superficial. Las preguntas no iban más allá del típico "¿cómo estás?" o "¿todo bien por allí?". Nunca noté enfado o rencor en su tono por el hecho de haberle rechazado el día en que nos despedimos el uno del otro, aunque hubiese preferido eso mil veces antes que percibir su completa indiferencia y exquisita educación; nos hablábamos al igual que dos desconocidos, aunque supongo que también prefería escuchar su voz a directamente no hacerlo.

Cerré la puerta del frigorífico en cuanto el timbre del pequeño apartamento retumbó en mis oídos, alertándome de que ya había llegado la visita que estaba esperando.

Me apresuré hasta llegar a la entrada y rápidamente abrí la puerta, encontrándome con el familiar rostro de la amable mujer que tanto me recordaba a él. Su sonrisa sincera siempre se acompañaba de unas pequeñas arrugas que, lejos de desmejorar su belleza natural, la realzaba, logrando que el brillo de sus ojos azules fuese exquisitamente maternal.

—Raquel, cariño.

—Hola, Anne.

Recibí un pequeño y tierno abrazo por su parte y, acto seguido, le dejé paso para que pasase al interior de mi cálido hogar.

—Se nota que ya estamos a finales de octubre. El frío no perdona en esta ciudad — dijo la mujer mientras se quitaba su abrigo y lo colgaba en la percha que había en la entrada —. ¿Estás notando mucho el cambio de temperaturas entre Madrid y Manchester?

—Un poco, pero no demasiado. En Madrid también suele hacer un frío bastante seco en invierno, así que estoy acostumbrada — contesté, mientras me dirigía hacia el salón y me sentaba en el sofá.

La mujer me hizo compañía y dejó su bolso sobre la pequeña mesa que se encontraba delante de nosotras.

—¿Qué tal han ido hoy las clases?

—Oh, muy bien, gracias. Las asignaturas son mucho menos complejas que las de cursos anteriores y probablemente tenga menos carga de trabajo este año. Tengo que hacer trabajos en equipo y presentaciones en clase, pero al parecer no voy a tener exámenes complicados.

Las clases en la Universidad de Cambridge parecían mejorar cada día, y es que me sentía más cómoda tanto con el desarrollo de las mismas como con las relaciones con el resto de mis compañeros. La mayoría de ellos solía tratarme con mucha cordialidad y respeto, ayudándome con aquello en lo que anduviese algo más despistada. Incluso había sido capaz de hacer una buena amiga, Jane, con la que compartía la mayoría de mis trabajos y almorzaba en el campus casi todos los días.

Mi sueño, mi vida || Harry StylesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora