La mesa del pupitre estaba rayada. Eso era lo único en lo que me podía fijar aquel día. Era septiembre y desde que habían entrado por la puerta los chicos de mi clase no habían parado de hablar de lo espectacular que habían sido sus vacaciones. Todas aquellas historias se resumían en chicas.
Y esto me hacía recordar que yo nunca había tenido suerte en el amor. Mientras ellos perdían la virginidad yo seguía esperando mi primer beso, el de una persona con la que simplemente estar y ser feliz como en los cuentos. Pero la vida no era un cuento. Esto era algo de lo que me había dado cuenta hacía años. Si hay que comparar mi vida con algo, sería con una película de cine de autor en la que el protagonista ha nacido por y para ser un desgraciado.
He dicho que nunca había tenido suerte en el amor, pero la verdad es que con mis amistades la cosas no habían ido mucho mejor. Todos aquellos que había considerado mis mejores amigos habían acabado desapareciendo de mi vida por motivos que aún desconocía. Y eso era una de las cosas que más impotencia me daban. Ver como esas personas habían girado página y se habían olvidado de mí, mientras yo no conseguía avanzar. Creo que a muchos nos ha pasado. Distanciarse poco a poco de quienes has pasado momentos inolvidables y sin saber exactamente porqué.
En mi caso, aquel verano yo había perdido a Eric. Quizá lo vi dos veces en julio y en agosto ya a penas me hablaba. Ahora se juntaba con los chicos guays, aquellos que habían salido de viaje en vacaciones y hablaban de chicas. Los de la esquina de la clase, aquellos a los que yo ni me atrevía a mirar porque sentía que simplemente formaban parte de otro mundo en el que yo no cabía.
Yo era aquel chico, el que se había quedado solo, el que podría considerarse el marginado de la clase. No estaba seguro de si yo había escogido esa etiqueta o si me la habían impuesto los demás, era algo a lo que no le daba importancia. Y aunque se la diera, dudo que eso cambiara algo.
Durante los primeros meses del último curso de bachillerato me dedicaba a escuchar, apartado de los demás, las conversaciones de mis compañeros mientras dibujaba en la mesa o hacía ver que me había quedado dormido en el pupitre. Lo intentaba negar, pero dentro de mí sabía que yo quería estar allí, formar parte de ellos. ¿Pero cómo lo hacía? ¿Cómo me podía acercar a ellos sin que me miraran raro? ¿Para qué iba a intentarlo? Si seguramente a la larga acabarían olvidándome como hacían todos. Era más fácil hacer lo siempre: colocar la cabeza encima de la mesa rodeada por mis brazos y cerrar los ojos.
¿Te encuentras bien? —escuché como pronunciaba alguien detrás de mí con una voz más bien grave. Al principio no le hice caso, pues pensé que no estaría hablando conmigo.
Pero al instante noté como una mano cálida se ponía sobre mi espalda. El pulso se me aceleraba y un sudor que quemaba empezaba a descender por mi espalda. Cuando levanté la cabeza vi a alguien sentado a mi lado. Un chico de tez morena, pelo castaño y de ojos verdes me estaba mirando con cara de preocupación.
—¿Te encuentras bien? —repitió sin apartarse de mí, notaba su calor y ni siquiera estábamos tan cerca.
Estaba tan nervioso que solo puede asentir levemente con la cabeza. Quizá ni siquiera percibió el movimiento. El chico seguía mirándome atentamente, y pese a que ya estaba sentado junto a mí, preguntó:
—¿Te importa si me siento a tu lado?
"No. Siéntate a mi lado y quédate aquí, estoy cansado de estar solo" —pensé.
Teníamos 17 años y era el último curso de bachillerato. En aquella etapa de nuestras vidas en la que decidíamos nuestro futuro, en la que las conversaciones de los chicos se resumían en emborracharse, clases y sexo, en aquel momento tan crucial de nuestra existencia, Mateo se acercó a mí.
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Secretos De Un Heterosexual [En revisión]
RomanceNunca me había imaginado con un chico. Hasta que apareció él. [Basado en hechos reales]