¿Siete?

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Judas pasa por el frente de Pedro y lo hace tan cerca que casi le pisa uno de sus pies. Pedro levanta la vista y le da una mirada de esas que atraviesan el corazón de tan punzante. Parece que la teoría es verdadera porque Judas siente unos ojos clavados en su espalda, se voltea y ambos intercambian piropos silenciosos dignos de estar en el salón de la fama de las maldiciones. Mientras Judas se aleja deja ver una sonrisa que parece una muesca, o ¿sería una muesca que parece una sonrisa? Es Judas, es difícil de saber.

"¡Maldito!". Dice Pedro para sí y casi inmediatamente siente remordimiento por lo que hay en su corazón. El y Judas han tenido una relación muy tensa últimamente. Judas cometió una falta contra él la semana pasada y hoy lo volvió a hacer. Pedro lo había perdonado genuinamente, pero ya siente que el asunto está llegando a un extremo. Se pregunta hasta dónde debe dejar que esto llegue y si debe perdonarlo de nuevo por lo de hoy. El Señor Jesús está de espaldas a ellos. Está recostado del marco de la puerta mirando las estrellas, pero hace rato que se ha dado cuenta del romance que estos dos se están echando. Pedro se le pone al lado y le hace una pregunta que estaba dándole vueltas en su cabeza:

-Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces? 
-No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta y siete veces-le contestó Jesús- (Mt 18.21-22).

Sospecho que al igual que Pedro muchos creemos que perdonar debe tener un límite o por lo menos una fecha de expiración. Pensamos que si perdonamos a alguien, le estaremos dando permiso para que nos hiera o dañe otra vez. La verdad es que perdonemos o no, nos pueden volver a fallar. Perdonar no puede tener límites porque, de ser así, en ese mismo momento estaríamos poniendo límites a nuestra vida. Quien no perdona ha dejado de vivir y le ha dado el control de su vida al rencor y al odio. Se vuelve esclavo de la amargura. No puede sacarse del pensamiento a quien le hizo daño. Ese sentimiento se adueña de sus conversaciones.

No sé cuántas veces deba perdonar, sólo sé que quiero vivir y que no voy a dejar que ningún sentimiento como el rencor me robe la vida y el gozo que Dios me ha dado. Cada vez que perdono, estoy asegurándome de que mi corazón se mantiene apto para disfrutar la bendición de la vida sin cargar con el pesado equipaje que la amargura le impone a quien decide hacerla su compañera de viaje.

Pedro se queda mirándolo en silencio y asombrado por la respuesta. Jesús lo mira de reojo y le esboza una sonrisa que parece una muesca, o ¿sería una muesca que parece una sonrisa? Es Jesús, es difícil de saber.

A la orilla del lagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora