La práctica hace al maestro

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Años después.

Había vida, aun cuando los demás no creían en ella, había vida y estaba despierta. El bosque era un corazón, palpitante, riendo, llorando, bailando. No todos podían entenderlo, no respetaban nada que no se pareciera a ellos, pero temían y rogaban cuando esta vida, tan distinta, no los respetaba a ellos.

Porque lo que se da siempre se es devuelto. Eso proclamaban las hadas, eso me había susurrado una hacía tiempo, cuando vivíamos en una hermosa casa que se llenaba todos los días de criaturas mágicas.

Yo lo percibía todo, si el bosque era un corazón entonces era el mío. Mi hogar -el verdadero- siempre estaría entre sus árboles, en el viento o en las aguas del río. Las brujas respondíamos ante la tierra, era nuestra diosa y si éramos respetuosos, ella respondía ante nosotros.

Metí mis manos en el agua del río, estaba fría, venía de lo alto de la montaña. Tuve la necesidad de calentarla. Moví mis dedos probando, sintiendo, la energía del agua era buena, fuerte, como un látigo esperando ser usado, veía mis uñas negras. A veces cuando usaba mi magia pensaba que podía ver estrellas, como si tuviera pequeños trozos de noche allí.

Sonreí cerrando mis ojos, tomé una respiración profunda y desperté la magia que corría por mis venas, dejaba rastros chispeantes por todo mi cuerpo. Era agradable darse cuenta de lo fácil que podía controlarlo, cuando antes, siendo niña, pensaba que algún día la magia me controlaría a mí.

Fuego. Calor. Fuego. Calor.

Imaginaba las brasas, mi cerebro quiso invocar un recuerdo de mi memoria, aquella desgarradora noche en la que el fuego había consumido nuestro hogar, yo había estado tan asustada. Ya no dejaba que el recuerdo me dominara, ya no sentía miedo del fuego porque sabía cómo podía manejarlo.

El agua burbujeaba, me hizo abrir los ojos y sentirme satisfecha. No todos los brujos podían lograr algo como ello, pero yo no era como ellos, desde que había llegado a este lugar me había entregado a mis raíces, a mi cultura. Cada día desde que había llegado a esta tierra me había obligado a estudiar, aprender, dominar.

Todo ese esfuerzo valía esto, tenía agua hirviendo frente a mí, agua de un río que aún seguía fluyendo con libertad. Lograrlo me había costado quemaduras y salpicaduras, pero ahora estaba bien, bastante bien.

El recuerdo del día en que llegué aquí no se iba, me sentía en el carruaje, medio congelada, sin saber lo que era extraer calor y ahora, estaba extrayéndolo del agua helada que bajaba de la montaña.

Sonidos de pasos me alertó del arribo de alguien.

Saqué las manos del agua y las sequé con mi falda, me alejé de la orilla del río y recogí la tela de mi voluptuosa falda para que no me estorbara tanto al subir la colina. Cuando llegué arriba vi a un hombre de cabello rubio medianamente largo, venía por el sendero del bosque, uno que muy pocos frecuentaban.

A la luz del sol sus colmillos brillaron cuando me sonrió, se acercó a mí trotando.

—Tardaste una eternidad —me quejé cruzando mis brazos, en respuesta rodó sus ojos—, ¿es que acaso ya no quieres ser amigo de la bruja? —enarqué mi ceja quedándome a un paso de distancia.

Sus comisuras subieron con burla, me fijé que su respiración estaba demasiado acelerada y que su pantalón estaba manchado de lodo hasta las rodillas, su camisa también estaba mal acomodada y gotas de sudor bajaban por su rostro. Esa forma de presentarse ante mí no era usual de él.

—¿Sucede algo, Abel? —lo abracé, porque sabía que tocándolo podría saber si algo mal ocurría con él. Estaba agotado, tenso y preocupado. Sin embargo, Abel negó suspirando.

La bruja y los lobosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora