De nada a todo

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Peter.

Corría.

El ardor mordía mis piernas, mi cintura, todo mi torso, pero no me detuve, me obligué a seguir corriendo. Tenía mis manos presionando la herida de mi estómago, sentía la sangre escurrirse, podía verla mezclándose con la lluvia y el barro. Tal vez podría tener más oportunidades de sobrevivir si cambiaba a mi piel animal, pero estaba demasiado débil y mi cuerpo no respondía al cambio. Mi estado era demasiado patético, no tenía fuerzas, estaba herido y no iba a curarme cuando habían pasado días desde la última vez que comí algo.

No iba a seguir resistiendo mucho más. Iba a morir y yo... ¿por qué seguía huyendo? Nadie puede escapar de la muerte en mi estado.

Caí sobre mis rodillas y mis huesos crujieron, un jadeo tembloroso salió de mí. Me estaba congelando, casi no sentía mis extremidades duras y entumecidas.

Esta era mi vida, desde el día en el que nací, esto había sido. Intentar sobrevivir. Pelear por una vida que no tenía.

Era trágico y gracioso a un nivel poético, estaba moribundo y rodeado de suciedad, justo como lo estuve en el día de mi nacimiento. Abandonado, dejado para morir. Solo.

Mis ojos se habían cerrado, no lloraba, solté una risa seca que terminó convirtiéndose en tos, el sabor metálico de la sangre inundó mi boca. Era todo. El fin de mi vida. Iba a entregarme a los dioses sin seguir resistiendo, ese parecía ser mi único cruel destino.

El viento se sacudió, golpeando el rostro.

Por puro instinto levanté mi nariz, mis ojos se abrieron y sentí mi cuerpo comenzar a temblar. Había un olor dulce, como el de la azúcar quemada. Ese olor se metió dentro de mí, arañando y golpeando cada nervio de mi cuerpo.

Mis ojos buscaron con desenfreno el lugar de donde provenía, pero solo hallé árboles y oscuridad. No había nada, salvo el bosque. Podía ser que estuvieran preparando pan en alguna cabaña de por aquí o que hubiera alguna panadería que por alguna extraña razón estuviera en medio del bosque. Todo me parecía posible, dado que estaba muriendo también pensé en que el mundo de los muertos me estaba llamando de esa forma.

Me sentía atraído. Indudablemente atraído.

Tanto como para resistir la muerte un poco más, me negaba a dejar este mundo sin saber que desprendía ese olor tan fascinante.

Mi espíritu se levantó primero que mi cuerpo, era como si eso me arrastrara, me empujara, me decía: Búscalo, búscalo, tráelo hasta mí. Me desplomaba, cada dos pasos, pero volvía a levantarme, dejándome guiar por mi olfato, esperaba que no estuviera tan dañado después de haber recibido tantos golpes. Seguía sorprendiéndome que aquel olor hubiera llegado hasta mí, con toda la lluvia, con todo el viento desastroso. Era imposible.

A lo mejor ya estaba muerto.

Había una cabaña, casi imperceptible, era pequeña y estaba en mal estado, pero había personas viviendo allí. Había luz adentro, no era como la luz que ofrecían las velas, esta luz era diferente.

Olfateé y el aroma quemó todo su camino por mi cuerpo. Caí en el suelo, la boca se me llenó de lodo y suciedad. Escupí levantando mi rostro.

Comencé a arrastrarme, porque aunque lo intenté, no lograba ponerme de pie, no me importaba, solo tenía que ir más cerca. Toda mi existencia se redujo a eso. Si quería encontrar paz, allí debía estar.

La visión se me nubló, pero continué. Cada movimiento me arrancaba un gemido, pero no me detuve.

-Los dioses te han traído hasta aquí -dijo la voz profunda de una mujer-, ¿pero que traes tú a cambio? -escuché movimiento, mi cuerpo se encogió como reflejo-. María, ayúdame.

La bruja y los lobosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora