Capítulo 14

100 11 2
                                    

En el instante en el que estoy surcando el aire en vertical, me doy cuenta de que no me he parado a pensar en los puntos, y sé que cuando llegue al suelo el dolor me azotará como un látigo. Cierro los ojos mientras me preparo para cuando las plantas de mis pies alcancen la hierba.

Dobla las rodillas. Relaja los músculos. Rueda por el suelo para amortiguar el impacto.

A pesar de que hago todo eso, la llegada al suelo me destroza. En cuanto golpeo la tierra, oigo que mi pie derecho cruje de una forma desagradable y dolorosa. Al rodar, noto el dolor de los puntos como si me estuvieran quemando con un hierro al rojo, y solo necesito intentar mover el brazo para saber que se me han abierto los del hombro. Los de la cadera no sé como están, pero decido que tengo más cosas de las que preocuparme cuando observo que el simpatizante que estaba de guardia abajo clava sus ojos en los míos. Mi vista vaga un instante hacia arriba y descubro que unos ojos grises me observan con... ¿fascinación?

No me doy tiempo a pensar. Mis manos se mueven solas. Cargo, apunto y disparo. Cuando veo que la flecha atraviesa el cristal y se clava en el ojo derecho del simpatizante, vuelvo a mirar arriba para asegurarme de que Nathan no me ve para escabullirme hacia el pasadizo. Antes de tumbarme boca abajo, me coloco bien la capucha para que nada de mi cara quede al descubierto fácilmente. Oigo voces dando gritos a mi espalda. Una es la del simpatizante al que le he perforado el ojo, y sus gritos de dolor se elevan por encima de la demás cacofonía. Todos gritan órdenes a diestro y siniestro, pero nadie las ejecuta. Quizá su falta de organización juegue a mi favor.

Estúpida. No deberías haber pasado tanto tiempo arriba.

Ahora ya no tengo tiempo de arrepentirme, solo puedo suplicar que la pérdida de la flecha que se enterró en el ojo del simpatizante del pasillo me haya servido para que nadie se percatase de por dónde me he escurrido. Sin embargo, tengo la corazonada de que sí lo saben.

Los puntos me tiran dolorosamente. No he tenido tiempo de colocarme el arco a la espalda, así que lo llevo todavía sujeto en la mano izquierda. Tengo el pelo muy largo, y al llevar la cabeza baja me toca el suelo y a veces lo pillo bajo mi cuerpo, provocándome tirones bruscos. Ojalá me hubiera dejado hecha la trenza de Rossie.

Me muerdo el labio para contener las lágrimas cuando una roca se me clava en la herida de la cadera. Oigo voces a mi espalda, ya me están buscando. Doblo a la derecha en cuanto diviso el río, y recorro el pasadizo a la inversa, manteniendo el río a mi izquierda. Me arrastro por el suelo lo más deprisa que puedo, intentando ignorar el dolor lacerante que me recorre el cuerpo. El tobillo derecho me late, los puntos me arden y los músculos de mis brazos y piernas suplican un descanso.

Al pasar bajo la Gran Calle, solo puedo calarme más la capucha con la esperanza de que me consideren una sombra, porque no pienso bajar la velocidad. Oigo las voces de la gente, sus pasos sobre mi cabeza, el tintineo de los collares sobre los cuellos de las mujeres, las pesadas telas de sus faldas arrastrándose por el suelo. Sin embargo, también noto la sangre que mana de mis heridas, oigo mi trabajosa respiración, siento mi corazón golpeándome las costillas como un pájaro enjaulado.

Reconozco las marcas que dejé en el camino de ida, y cuando veo que el río se oscurece por su proximidad a los barrios bajos, levanto la vista con una sonrisa, esperando ver el diminuto hueco que me catapultará hacia Kyle y las sombras que me salvarán la vida.

No hay nada.

Recuerdo las palabras de Kyle: Si cierro la trampilla, será firmar tu sentencia de muerte.

Me detengo frente al compacto muro verde, y me pongo de rodillas. La capa se extiende por el suelo, y los mechones sudorosos de mi pelo se me cruzan frente a los ojos. Meto la mano entre las hojas, rogando que mis dedos choquen con la rama gruesa que acciona la trampilla. Sé que es inútil, pero me niego en rotundo a morir aquí.

Cuando escucho cómo los simpatizantes se van acercando por el pasadizo sin molestarse en ser silenciosos, relajo la respiración y cuento las flechas. Veintidós. Muy bien, si me quieren, me tendrán, pero me llevaré a unos cuantos por delante. Me doy la vuelta y apoyo el pie izquierdo sobre el suelo, dejando la rodilla derecha apoyada en la tierra. No quiero que vean que estoy herida. En cuanto diviso el primer uniforme verde oscuro, empiezo a liberar las flechas.

Disparo hasta acabarlas, sin fallar un solo tiro. Pero cada vez vienen más y más. Cuando llevo la mano al carcaj y mis dedos aferran aire, los simpatizantes ríen. Pero yo me he dado cuenta de que los cadáveres que caían al río han desaparecido. Desenvainan las espadas, pero antes de que puedan siquiera dar un paso, dejo caer un trozo de cinta azul hacia ellos y me tiro al río, dejando que la corriente me lleve por debajo del seto hacia las sombras del lugar a donde pertenezco.

Cuando saco la cabeza del agua helada, casi estoy en el puente. Me intento acercar, aterida, hacia una orilla, pero la corriente me lleva contra mi voluntad. Mis miembros congelados no me responden, y sé que tengo aferrado el arco por pura casualidad. No me siento los dedos, pero eso es bueno porque me calma el dolor. Levanto la cabeza lo suficiente como para ver que los simpatizantes muertos bajan conmigo, arrastrados por la fuerza del agua. Vuelvo a dejar que mi cuerpo flote, distingo la capa negra a mi alrededor. El empapado mechón azul me toca la cara, y sonrío pensando que al menos no he muerto lejos de casa. 

SimpatizanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora