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La primera vez que lo vi, una niebla gris y pesada se aferraba a los campos de maíz,
lenguas de bruma deslizándose entre los tallos moribundos. Era una mañana sombría
justo después del Día del Trabajo, y estaba esperando por el autobús escolar, metida
en mis asuntos, de pie en el camino de tierra que conectaba la granja de mi familia con
la carretera principal de la ciudad.
Estaba pensando en cuántas veces probablemente abrí esperado ese bus durante el
transcurso de doce años, matando el tiempo tal y como lo haría cualquier atleta,
haciendo cálculos en mi cabeza, cuando lo vi.
Y de pronto ese familiar tramo de asfalto me pareció horriblemente desolado.
Estaba de pie bajo un haya inmensa al otro lado de la carretera, sus brazos cruzados
sobre el pecho. Las ramas bajas y nudosas del árbol se retorcían a su alrededor, casi
ocultándolo entre ramas y hojas y sombras. Pero era obvio que era alto y llevaba un
abrigo largo y oscuro, casi como una capa.
Se me oprimió el pecho, y tragué con fuerza. ¿Quién estaría de pie debajo de un árbol
al amanecer, en el medio de ninguna parte, vestido con una capa negra?
Debió de darse cuenta de que lo había visto, porque se movió un poco, como si se
estuviera planteando irse. O quizá cruzar la carretera.
Nunca me había dado cuenta de cuán vulnerable había sido todas esas mañanas en
que había esperado allí sola, pero esa realidad me golpeó fuerte entonces.
Miré hacia la carretera, el corazón latiéndome con fuerza. ¿Dónde está el estúpido
autobús? ¿Y por qué mi padre tenía que ser tan fanático del transporte público, de
todas formas? ¿Por qué no podría yo tener un coche, como prácticamente todos los
demás alumnos de último curso? Pero no, yo tenía que “compartir vehículo” para
salvar el medioambiente. Cuando sea abducida por ese tío amenazador de ahí, papá
probablemente insista en que mi cara sólo aparezca en cartones de leche reciclados…
En la preciosa fracción de segundo que gasté enfadándome con mi padre, el extraño
se movió, ahora sí, en mi dirección, saliendo de debajo del árbol, y podría haber
jurado que le oí decir “Antanasia” -Mi antiguo nombre… Mi nombre de nacimiento, el
que me pusieron en Europa del Este, antes de que me adoptaran y me trajeran a
América, rebautizada como Jessica Packwood-… O tal vez estuviera oyendo cosas, porque la palabra fue ahogada por el sonido de
neumáticos sobre el asfalto, frenos chirriantes y puertas abriéndose mientras el
conductor, el viejo señor Dilly, las abrió para mí. Nunca había estado tan feliz de subir
a bordo.
-Buenas, Jess.- Gruñó el señor Dilly, y caminé a trompicones por el pasillo, en busca de
un asiento vacío o una cara amiga entre los pasajeros medio groguis. A veces era un
asco vivir en La Pennsylvania rural. Los chicos de ciudad probablemente aún seguían
durmiendo tranquilamente y a salvo en sus camas.
Localizando un sitio al final del bus, me apoltroné con alivio. Tal vez había exagerado.
Tal vez mi imaginación se había desbocado, o demasiados episodios de los más
buscados de América me habían afectado a la cabeza. O tal vez el extraño sí había
pretendido hacerme daño… Girándome, miré por la ventanilla trasera, y mi corazón
dio un vuelco.
Aún seguía allí, pero ahora en la carretera, con un pie plantado a cada lado de la doble
línea amarilla, los brazos aún cruzados, viendo marchar el autobús. Viéndome.
Antanasia… ¿De verdad lo había oído llamarme por mi largo nombre olvidado en el
tiempo? Y si conocía ese hecho oscuro, ¿qué más sabía el oscuro extraño, alejándose
en la niebla, sobre mi pasado? Aún más importante, ¿qué quería de mí en el presente?

Guía de Jessica para ligar con vampiros Donde viven las historias. Descúbrelo ahora