IV. Luz y Calor

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Unos días transcurrieron con relativa normalidad. Marco y yo no habíamos cruzado mirada ni palabra, hasta parecía que el asunto se había olvidado. Parecía que la queja no iba a ser necesaria, pese a que mis amigos insistían en que la hiciese. Había hablado unas cuantas veces con Scarlett, pero habían sido pocas, para mi frustración. Cuando llegaba a casa, mi madre hablaba con mi padre sobre su dichoso caso, pero siempre cortaban el tema cuando me aproximaba. Había invertido unas horas pensando en cómo podría mirar la computadora de mi madre sin que se percatara, mientras miraba por la ventana del autobús o flotaba en el agua de la alberca con fuerte olor a cloro. Pero hasta ese momento, no había hecho nada con respecto a ello.

Hablé un par de veces más con Andrea, quien me impresionó actuando de manera más natural con el paso de los días, mientras esperábamos el autobús, o a veces en los pasillos, en los minutos entre clases. Sus amigas igual cuchicheaban pero ella ya no les prestaba tanta atención. Me alegró que la situación cambiara tan rápido, a decir verdad.

Mis amigos y yo habíamos quedado para ir al cine el jueves de esa semana. Ese día, cuando terminaron las clases, me disponía a sentarme a leer las últimas páginas de 1984 mientras esperaba que mis amigos salieran de sus clases, cuando vi a una chica universitaria que vendía paletas de hielo con una multitud de jóvenes alrededor ofreciéndole dinero y pidiendo su paleta. La pobre chica estaba enloquecida intentando atender eficientemente a todos. Alcancé a ver un pequeño letrero pegado en la enorme hielera a los pies de la chica con el precio de las paletas escrito en él. Diez pesos. Eso explicaba el porqué de la aglomeración.

Decidí unirme al gentí. Rebusqué en mi mochila y reuní poco a poco unas cuantas monedas. Me faltaban cincuenta centavos. Revisé una segunda vez, pero ya no había más. Así que decidí ir con algunos compañeros conocidos para preguntar si me podían prestar el dinero que me faltaba. Sin embargo, nadie tenía nada. No esperaba mucho, honestamente, pero ansiaba mi paleta de hielo.

Guardaba mis monedas, cuando divisé a Andrea a lo lejos. Grité su nombre y en cuanto se volvió hacia mí, la saludé con la mano. Venía con sus amigas, quienes comenzaron a empujarla para que se acercara a mí. Tardó unos segundos en cerrar la decena de metros que nos separaba, en los que yo me quedé parado, con una sonrisa incómoda.

Conversamos trivialidades unos minutos, y cuando nos quedamos sin tema, hubo un momento de silencio.

—Oye...— dijo, retomando la conversación. —¿Quieres... quieres te invite, digo, quieres que te invite una paleta?

Mis ojos se iluminaron al escuchar aquello. Había pensado en pedirle los cincuenta centavos que me faltaban, pero no quería hacer parecer que le había hablado sólo para pedirle un préstamo. Tímido, asentí con la cabeza. Ella sonrió y nos acercamos a la vendedora, cuya clientela no había disminuido. Esperamos alrededor de un minuto, en silencio, a que la atareada chica nos pudiera atender. Pedí una paleta de grosella, y Andrea una de limón.

Mi sorpresa vino cuando esta le pasó un billete de doscientos pesos de manera muy desinteresada a mi parecer. Sabía que venía de una familia ciertamente adinerada, pero no me terminaba de sorprender la poca importancia que parecía darle. En alguna de nuestras conversaciones me había confesado que tomaba el autobús porque un coche propio le parecía un gasto innecesario. Su carácter humilde era algo que me agradaba de ella.

Después de comprar la paleta, nos alejamos un poco de la multitud y comenté acerca del paradójico éxito que tuvo la vendedora a pesar del frío que hacía.

—Sí, la verdad nadie esperaría que la gente comprara paletas de hielo con este clima.— me respondió, distraída. Estaba a punto de hacer otro comentario, pero siguió hablando. —Oye, Tony... quería... pedirte algo... antes de que me vaya...

Una Estrella MásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora