III. Helio*

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Seis días habían pasado

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Seis días habían pasado. La pequeña de los rizos caoba miraba por una de las incontables ventanas del crucero. El mar parecía infinito, sus olas calmadas y cuyo movimiento era relajante constituían todo el paisaje. Estaba a punto de atardecer y los últimos rayos del sol le daban las clásicas pinceladas anaranjadas a la superficie reflejante del océano, que tantos artistas disfrutaban plasmar en pinturas. El cielo estaba despejado, a excepción quizá de una parvada de gaviotas que pasaba por ahí. Tal vista resultaría en un deleite para cualquiera, que habría olvidado todos sus problemas y simplemente se hubiera dejado llevar por la belleza de la vista.

Pero la pequeña no. Ella no veía a las gaviotas, ni al mar, ni al cielo. Ella seguía viendo la lluvia, seguía sintiendo el nudo en la garganta, la enorme angustia de no saber qué le había pasado a sus padres. Seguía sintiendo las lágrimas escaparse a montones.

Jasmine entró al cuarto.

—¿Princesa?— la llamó con voz tierna, buscándola. —Vamos a bajarnos en unas horas. Ve juntando tus cosas.

La pequeña hizo caso omiso. Ni siquiera la escuchó. Jasmine la encontró a los pocos minutos. Estaba a punto de llamarla de nuevo, pero al verla en aquel estado, decidió dejarle un poco más de tiempo a solas. Ella podría juntar las pocas ropas de la niña.

Le rompía el corazón verla así. Hacía unas semanas nadie se la imaginaría triste. Era una niña alegre, juguetona, y muy astuta. No había modo en el que se pudiera merecer aquello, perderlo todo, incluso su propio hogar. No existía certeza de que volviera algún día.

Sin embargo, Jasmine sentía cierto alivio al tener una razón para irse de ese terrible lugar. Originalmente, aquello estaba planeado para ser un viaje de unos pocos días, pero ahora era una excusa para huir.

 Originalmente, aquello estaba planeado para ser un viaje de unos pocos días, pero ahora era una excusa para huir

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Al día siguiente llegué más temprano de lo normal a la escuela. Los vientos matutinos eran incluso más fríos que los del día anterior, por lo que decidí internarme en el gimnasio, y sentarme en las bancas que había allí. Saqué nuevamente 1984, dispuesto a pasar el rato hasta mi primera clase del día, pero no habían pasado ni diez minutos, cuando la canción cambió abruptamente y después se detuvo. Al volverme, los auriculares estaban desconectados y Marco, un compañero que no podía soportar, estaba husmeando en mi celular. Más concretamente, la música.

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