LI. Orión

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Tardé unos segundos en reaccionar a su relato

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Tardé unos segundos en reaccionar a su relato. En cuanto lo hice, la envolví en mis brazos, como si pudieran defenderla de todo.

—Ya estás bien. No te preocupes. Yo estoy aquí.— le dije para intentar reconfortarla.

Nos quedamos abrazados por un tiempo, en el que ninguno de los dos se incomodó. Su respiración se relajaba lentamente, sincronizándose con la mía. El frío de su piel iba desvaneciéndose poco a poco. Durante esos instantes, todos los problemas dejaron de ser importantes, y sólo existimos ella y yo.

Cuando nos separamos, volví al mundo real. Una sensación conocida se apoderó de mí.

¿Por qué de repente me sentía tan nervioso?

Le ayudé a quitarse la mochila pesada por el agua y la llevé a la puerta para que se escurriera. Mientras regresaba para volverme a sentar junto a ella, dijo:

—Gracias... de verdad. No sabes cuánto me ayudaste.

Sus largas pestañas húmedas cubrían sus ojos, que miraban los míos. De pronto toda la angustia que había sentido todo ese día se sintió mucho más ligera. Wendy había llegado justo cuando más necesitaba una compañía como la suya.

—Ven.— le dije. Me siguió por las escaleras, hasta mi habitación, donde saqué una toalla y se la pasé. Se secó mientras yo buscaba en mi cuarto algo que pudiera quedarle. La piyama de planetas fue mi elección.

Se la entregué y sus labios esbozaron una sonrisa al verla.

—Es mi piyama favorita.— comenté.

Me agradeció de nuevo sin dejar de sonreír. Salí del cuarto para darle privacidad, a lo que yo saqué otra playera para cambiarme también. Me senté en el primer escalón, esperando a que saliera.

Estoy seguro de que me sonrojé al verla, sepan las estrellas si ella lo notó. La piyama le quedaba un poco chica, pero se veía increíblemente tierna en ella. Sentí un impulso por envolverla de nuevo en mis brazos, pero me contuve.

La invité al comedor, donde le ofrecí chocolate caliente.

—¿Y sabes prepararlo?— me cuestionó de broma.

—Puedo intentarlo.— respondí.

Durante quince minutos, mientras averiguábamos cuánto tiempo tardaba en hervir la leche, el ambiente triste fue desapareciendo poco a poco. Conversábamos sobre cosas banales, ella me habló sobre más ideas que había tenido para su novela, y yo le conté sobre un videojuego que tenía poco de haber descubierto. Me quemé una vez intentando arrojar la barra de chocolate a la olla con leche desde lejos.

Cuando tuvimos el chocolate listo, nos sentamos en la mesa, sin decir nada. No me di cuenta que mis ojos se quedaron fijos en ella.

Rompió el silencio.

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