XLVI. Oscuridad

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Miraba a algún punto, sin realmente mirar nada. La noche anterior se repetía como un bucle temporal en mi mente. Estaba sentado en la sala de interrogatorios. Mis oídos ignoraban el bullicio del despacho donde trabajaba mi madre de fondo. Lo que realmente escuchaba eran los disparos, los gritos y el estruendo del barrote en la puerta de mi cuarto.

Ni con un somnífero hubiera vuelto a conciliar el sueño la noche anterior. Esperé tortuosamente a que dieran las siete de la mañana, a solas, con miedo de hacer cualquier cosa. Pensé en salir, correr a casa de Alex, pero apenas pondría un pie fuera de la casa y me desmayaría del terror. No tenía señal ni internet, por lo que no pude comunicarme con nadie. La noche, lenta como tortuga, sólo hacía todo peor. El tic-tac del reloj que había en la cocina destacaba tanto entre el mortal silencio que cada segundo que pasaba era como un trueno en una tormenta.

Esa madrugada superó todas las malas noches que había tenido durante mi breve existencia. ¿Quiénes habían entrado? ¿Tenía que ver con el caso de mi madre? ¿Y si era aquella gente tan despreciable que investigaba? ¿Los habían tomado de rehenes? Y lo más importante, ¿qué había sido de ellos?

Aquellas horas le rogué tanto a todas las deidades existentes, a las estrellas, al universo, al vacío y a la oscuridad de la casa que esas últimas horas hubieran sido una terrible pesadilla. Que en cualquier momento me levantaría sudando, aliviado de que no hubiera sido real. ¿Qué iba a hacer yo solo? Mis padres eran las personas más importantes en mi vida, nada en ella tendría sentido sin ellos.

Cuando dieron las siete, únicamente me puse zapatos y con la luz del día dándome un mínimo apoyo moral, reuní el valor –y el dinero– suficiente y salí a la calle para pedir un taxi, dirigiéndome al despacho donde trabajaba mi madre. Una vez allí, corrí hacia el primer detective que vi y sólo por mi aspecto, determinó que tenía algo que decir. Roberto Salazar, compañero y amigo de mi madre, me rodeó con un brazo y me sentó en la silla de su escritorio, agachándose a la altura de mi cara tratando de calmarme, como a un niño pequeño. Mi voz se había distorsionado hasta ser un susurro horrorizado, que se rompía con cada detalle que tenía que dar.

Salazar era un hombre muy paciente, por lo que eventualmente consiguió hacerme hablar con una fluidez decente. Pero en cuanto dije la primera frase, palideció, abrió mucho los ojos y calló por un par de segundos, sin creer lo que acababa de decir: "Mis papás desaparecieron. Anoche." Todo el despacho me conocía desde pequeño, por lo que Roberto pareció captar lo que sucedía al instante.

En cuanto terminé de contarle lo básico, me indicó que esperara en la sala de interrogatorios, mientras informaba al resto del departamento. Pedí prestado un teléfono para llamar a Alex, que en cuanto se enteró de lo sucedido, colgó y apareció quince minutos después con Jorge.

En ese momento mis dos amigos estaban conmigo, sin decir mucho. Alex me acariciaba la espalda, y Jorge sostenía un vaso de plástico con agua, que me pasaba cada vez que estiraba mi brazo. Yo sólo podía sollozar y pasarme las manos por el rostro y el cabello. Salazar entró en la habitación. Tras indicarle a mis amigos que salieran un momento, se sentó frente a mí.

—Ya está todo en proceso, Tony. Iremos a tu casa en un rato a buscar pistas, pero primero necesito que me digas todo lo que recuerdes.— dijo, con un tono suave y amable. —Te haré algunas preguntas y quiero que intentes responder lo más detalladamente posible, ¿sale?

Asentí con la cabeza.

—Muy bien. ¿Dices que no pudiste ver nada porque estabas encerrado en tu cuarto? ¿Por qué lo estabas?

—Sí... pero no... no sé por qué estaba encerrado. Yo nunca... nunca le pongo seguro a mi puerta al dormir.

Me miró pensativo un momento.

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