XLIX. Pársec

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Habían pasado un par de horas desde que los forenses y los detectives se habían ido

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Habían pasado un par de horas desde que los forenses y los detectives se habían ido. Mis amigos también. Agradecí que ellos hubieran estado conmigo todo el día.

—Tú confía en que encontraremos a tus papás, chaval.— había dicho José Luis. —Ellos no han hecho nada malo y nada malo tiene que pasarles. Es ley de vida.

Apreciaba la intención de mi amigo, pero sus palabras no tenían mucha fuerza. No había absolutamente nada que me pudiera garantizar que mis padres estaban vivos, mucho menos en buen estado. Alex se había ofrecido a quedarse conmigo aquella noche, pero mi mente estaba demasiado abrumada y exhausta por las últimas veinticuatro horas. Los compañeros de mi madre insistieron en que no podía quedarme solo, pero Salazar hizo una excepción aquella vez.

Ahora estaba sentado, mirando la ventana junto a la puerta principal en silencio. Pasaban ya de las diez de la noche. El verano anunciaba su llegada, y con él, las primeras lluvias. El sonido lejano de los truenos y el repiqueteo de las gotas en el asfalto de la calle me relajaron a lo largo de las horas.

No había soltado la pequeña radio que Roberto me había dejado para cualquier emergencia. A la mañana siguiente debería ya tener señal de teléfono e internet. Resultaba que en efecto, el ataque había sido planeado y la torre de cobertura había sido atracada. Ya la estaban reparando. Pero si pasaba cualquier cosa, sólo tenía que activar la radio, decir cualquier cosa y ellos correrían a mí.

Roberto también me había dejado un arma, igual a la de mi madre.

—Nos tenemos que llevar la de Elena, pues puede tener pistas de su paradero, pero estoy seguro de que la escondió porque quería que tú la tuvieras para defenderte.— había dicho él antes de irse. —Así que vamos a cumplir con su deseo, Tony.

Colocó una pistola semiautomática sobre la mesa de la cocina. La miré un segundo antes de volver los ojos a Roberto cuando habló.

—¿Sabes disparar?— preguntó.

Un recuerdo me vino a la mente. A los catorce años había descubierto una serie de acción en la que los disparos sucedían todo el tiempo y que me causó tanta obsesión, que le pedí a mi madre que me enseñara a usar un arma. Ella se negó rotundamente, por supuesto, pero mi padre la convenció argumentando que quizá, algún día, ese conocimiento me sería de utilidad. Sólo llegué a disparar dos veces en todo ese tiempo, en un campo abierto, a una caja con una diana dibujada con rotulador negro y los ojos de mis padres en mí en todo momento. Me sentí como un tirador experto aquella vez.

Y parecía que mi padre había tenido razón. Ese día había llegado.

Asentí con la cabeza. Roberto siguió hablando. —Espero que de verdad sea así, porque tú bien sabes que lo esta cosa puede hacer.

—Aprendí de la mejor.— respondí, refiriéndome a mi progenitora. Roberto sonrió.

—Seguiremos investigando. Te prometo que no nos rendiremos hasta dar con ellos.

Ojalá fuera así. No podía imaginar qué sería de mí si eso no sucedía.

Mi estómago rugió, interrumpiendo mis pensamientos. Comer había sido de mis últimas prioridades. Me levanté del sofá y entré en la cocina, buscando algo en el refrigerador. Unas pechugas empanizadas sin preparar eran lo más apetitoso. Prendí la estufa, coloqué la sartén, el aceite y eché las pechugas en él. En lo que se cocinaban, pensé que quizá un poco de música me animaría. No había escuchado una sola melodía en toda esa tarde. Subí el volumen de mi celular al máximo y pulsé el aleatorio. Do I Wanna Know? de Artic Monkeys se reprodujo. Mi angustia bajó lentamente, mientras observaba mi comida cocinarse.

Las canciones siguieron reproduciéndose, yo cantaba en voz baja de vez en cuando, las pechugas terminaron de freírse y comía en calma. De pronto, al fondo de mi audición, me pareció escuchar unos golpes desesperados. Me mantuve inmóvil unos segundos, preguntándome si había comenzado a alucinar. Pero después se hicieron más y más insistentes. No cabía duda de que eran reales. Pausé la música, y cuando todo quedó en silencio los golpes parecieron magnificarse hasta aterrorizarme. Sin pensarlo, abrí un cajón debajo de las encimeras de la cocina y saqué la pistola. Los golpes venían de la puerta principal. Mi corazón comenzó a latir con rudeza.

Me acerqué temeroso a la puerta y moví la cortina bruscamente, buscando el origen de los golpes. Mi mano sostenía el arma con una fuerza descomunal. Entonces vi unos ojos oscuros que me miraban desde el otro lado de la ventana. Instintivamente, di un paso hacia atrás, y la persona dio un paso hacia delante, dando golpes en el vidrio y haciendo que la luz del interior de la casa iluminara su rostro.

Wendy.

Mientras la confusión me invadía, abrí la puerta lentamente. Pero antes de que pudiera asomarme, ella la empujó y se lanzó a abrazarme. Su cabello y su ropa venían empapados por la lluvia. Estaba temblando y sollozando. Pude sentir el latido de su corazón, que iba al mismo ritmo que el mío, desbocado, como si acabara de correr tres maratones. Cerré la puerta con un empujón y la llevé al sofá, ignorando momentáneamente las mil preguntas que surgían en mi cabeza. Se sentó sin soltarme. Mi pecho, mi abdomen y mis brazos ya estaban empapados también, junto con el sofá.

—Lo siento... lo siento mucho...— la escuché entre sollozos.

Me abstuve de preguntarle qué pasaba y me limité a acariciarle el cabello, aún consternado. Pasaron varios minutos hasta que su corazón, su respiración y sus sollozos se normalizaron. Aún estábamos abrazados. Después, pareció caer en cuenta de lo que hacía, y se separó de mí. Me miró un momento.

—¿Qué... qué pasó? ¿Estás bien?— rompí el silencio, confundido, nervioso y preocupado a la vez.

Tomó aire y soltó un largo suspiro antes de hablar. —Yo...— pero luego se alborotó —¡Perdón! ¡No tenía otro lugar al qué ir! ¡Este fue el primero que se me vino a la mente! ¡No lo pensé! Lo siento...— exclamó atropelladamente.

Vacilé antes de contestarle preocupado. —No, no, no importa... eres bienvenida aquí, pero ¿qué pasó? ¿Estás en peligro?

Miró a su alrededor. Mi sala seguía intacta desde el ataque. No había tenido ganas de recoger ni ordenar nada. Luego miró el arma que tenía en las manos. Inmediatamente la dejé en la mesa de centro, lejos de ambos. Pareció percatarse de que algo también había pasado aquí.

—Me... me acaba de pasar algo... estaba tratando de escapar...— explicó, con la vista en el suelo.

—¿Escapar? ¿De qué?— me alarmé.

Mantuvo la mirada baja, como si apenas procesara lo que sea que acabara de suceder. Sus ojos aún estaban vidriosos, rojos por la irritación. Su cara estaba congestionada, el pelo se le pegaba en la frente y en las mejillas y sus manos temblaban notablemente. Estaba muy asustada.

Transcurrieron un par de minutos más hasta que pudo hablar. No había sido el único que había tenido un día infernal.

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