Lydia

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Lydia suspiró otra vez antes de llevarse el borde de la copa a los labios y vaciarla de golpe. Cuando el ardor del alcohol hubo atravesado toda su garganta, se fijó en que el color carmesí de su pintalabios se había trasladado al cristal.

Sinceramente, se había aplicado ese color no para que quedara en el filo de cualquier copa, sino para que, al final de la noche, terminara sobre los labios de un chico. Sobre su mandíbula, sobre su cuello, sobre su pecho. Pero, al igual que la noche anterior, el chico sentado al otro lado de la barra sin más compañía que su propia bebida no se había dignado a invitarla a una copa.

Esta era la tercera noche que se lo encontraba en ese mismo bar. La primera vez ocurrió sin más, pero Lydia lo fichó enseguida. Sin embargo, pensó que no había sido más que una oportunidad perdida, pues volvió a casa sola y con el pintalabios intacto. La noche siguiente, aunque sabía que era muy posible que no volviera a encontrárselo, Lydia decidió volver al mismo local —no era como si tuviera nada mejor que hacer— y la suerte quiso que sus caminos se volvieran a cruzar. Aunque quizá necesitaba un tanto más de suerte, ya que ni siquiera estuvieron cerca de dirigirse la palabra.

La tercera noche, Lydia quiso darle una última oportunidad al chico misterioso. Si volvía a estar en ese bar, se dijo, se permitiría el lujo de pensar que quizá estaba allí por ella. Y, efectivamente, ahí estaba él; en el mismo sitio de siempre, con aparentemente la misma bebida de siempre, y con la misma predisposición de siempre. Es decir, sin ninguna intención de acercarse a Lydia, que llevaba comiéndoselo con la mirada desde hacía exactamente treinta y dos minutos.

No solía pasarle este tipo de cosas. Si Lydia se fijaba en un hombre, lo normal era que este fuera lo suficientemente afortunado como para probar las sábanas de la chica. También existía la opción de que fuera ella quien terminara en casa ajena, pero esa variante solía gustarle menos. Prefería tener la situación bajo control, mantenerla en su terreno.

Definitivamente, que un chico no se fijara en ella no se podía describir como tener la situación bajo control. De hecho, la estaba volviendo loca.

Estaba considerando la opción de rendirse cuando pasó. El chico solitario apartó la vista de su copa y, como si lo hubiera estado planeando, clavó los ojos en ella. Tenía que haber sabido que ella estaba ahí, haber tenido un objetivo sobre el que fijar la mirada, puesto que no vaciló al hacerlo.

La había estado buscando.

Lydia se quedó helada. Incluso desde la distancia podía distinguir el imán de sus ojos, como si la estuvieran invitando... Era lo que llevaba esperando desde hacía dos noches, y ahora que pasaba no sabía cómo reaccionar. Estaba a punto de regalarle su mejor sonrisa de medio lado cuando el chico devolvió la vista a su copa. Lydia vio cómo le pedía una nueva bebida al camarero.

Gruñó para sus adentros.

Seguramente no valdría la pena; era posible que se tratara de un rarito con problemas para entablar conversación con las chicas, o un antisocial. Quizá incluso aún vivía con sus padres. Pero que le partiera un rayo si no se sentía atraída por él. Quería acercarse y quería conocerlo y quería que le prestara atención.

No quería a ningún otro hombre del bar. Lo quería a él.

Así pues, con los labios apretados y los ojos destellantes, Lydia se levantó de su silla junto a la barra para cambiarse de sitio a uno mucho más cerca del chico. Concretamente, el que había vacío a su lado.

En su camino desde donde estaba antes a ahora, había podido apreciar un poco mejor los rasgos del chico. Tenía el pelo oscuro, quizá negro (no lo podía asegurar debido a la tenue iluminación del bar), labios finos por los que se pasaba la lengua más veces de las que a Lydia le habrían parecido aceptables para su propia salud, y numerosos lunares que le decoraban las mejillas y el cuello. A saber hasta dónde llegaban.

Stydia Oneshots <3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora