Capitulo 2

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Zoey ni si­quie­ra llama a la puer­ta, sim­ple­men­te entra y se sien­ta a los pies de mi cama. Me mira de un modo ex­tra­ño, como si no es­pe­ra­ra en­con­trar­me aquí.

¿Qué haces? —pre­gun­ta.

—¿Por qué?

—¿Ya nunca bajas?

—¿Te ha lla­ma­do mi padre?

—¿Te duele?

—No.

Me mira con sus­pi­ca­cia, luego se le­van­ta y se quita la cha­que­ta. Lleva un ves­ti­do rojo muy corto, a juego con el bolso que ha de­ja­do caer al suelo.

—¿Vas a salir? —pre­gun­to—. ¿Tie­nes una cita?

Se en­co­ge de hom­bros. Se acer­ca a la ven­ta­na y con­tem­pla el jar­dín. Traza un círcu­lo en el cris­tal con el dedo y dice:

—A lo mejor de­be­rías pro­bar creer en Dios.

—¿Ah, sí? ¿Te pa­re­ce?

—Sí, quizá todos de­be­ría­mos ha­cer­lo. Toda la hu­ma­ni­dad.

—Yo no estoy muy de acuer­do con eso. Pien­so que tal vez Dios haya muer­to.

Zoey se gira hacia mí. Tiene la cara pá­li­da, como el in­vierno. Por de­trás de su hom­bro, un avión surca fu­gaz­men­te el cielo.

—¿Qué has es­cri­to en la pared?

No sé por qué dejo que lo lea. Su­pon­go que quie­ro que ocu­rra algo. Está es­cri­to con tinta negra. Cuan­do Zoey lo lee, las pa­la­bras se re­tuer­cen como ara­ñas. Lo lee una y otra vez. No so­por­to que me ten­gan lás­ti­ma.

—Esto no es como estar de va­ca­cio­nes, ¿eh?— mu­si­ta.

—¿He dicho que lo fuera?

—No, pero creía que lo pen­sa­bas.

—Pues no.

—Creo que tu padre es­pe­ra que pidas un poni, no un novio.

Es asom­bro­so el so­ni­do de nues­tra risa. Me en­can­ta, aun­que duela. Reír con Zoey es una de mis ac­ti­vi­da­des fa­vo­ri­tas, por­que sé que las dos te­ne­mos las mis­mas imá­ge­nes es­tú­pi­das en la ca­be­za. Sólo tiene que decir "quizá la so­lu­ción sea un re­ba­ño de se­men­ta­les" para que las dos aca­be­mos rien­do como his­té­ri­cas.

—¿Estas llo­ran­do?— me pre­gun­ta de pron­to.

No estoy se­gu­ra. Creo que sí. Pa­rez­co una de esas mu­je­res de la tele que han per­di­do a toda su fa­mi­lia. Un ani­mal que se lame las he­ri­das. Todo se me viene en­ci­ma de golpe: mis dedos ya no son más que hue­sos y mi piel es prác­ti­ca­men­te trans­pa­ren­te. Noto cómo se mul­ti­pli­can las cé­lu­las en mi pul­món iz­quier­do, acu­mu­lán­do­se como ce­ni­za que ca­ye­ra len­ta­men­te en un ja­rrón. Pron­to no podré res­pi­rar.

—Es nor­mal que ten­gas miedo.

—No lo es.

—Por su­pues­to que sí. Cual­quier cosa que sien­tas es nor­mal.

—Ima­gí­na­te­lo, Zoey. Ima­gi­na lo que es estar ate­rra­da todo el tiem­po.

—Lo ima­gino.

No es po­si­ble. ¿Cómo Po­dría, cuan­do le queda toda la vida por de­lan­te? Vuel­vo a ocul­tar­me bajo el som­bre­ro, sólo un ra­ti­to, por­que voy a echar de menos res­pi­rar. Y ha­blar. Y las ven­ta­nas. Voy a echar de menos los pas­te­les. Y los peces. Me gus­tan los peces. Me gusta eso que hacen con la boca: abier­ta, ce­rra­da, abier­ta, ce­rra­da.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora