Capitulo 20

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Papá está tar­dan­do de­ma­sia­do en des­cu­brir que no estoy. Ojalá se dé prisa, por­que se me está dur­mien­do la pier­na iz­quier­da y ne­ce­si­to mo­ver­me antes de que se me gan­gre­ne o algo así. Cojo un jer­sey del es­tan­te de arri­ba y lo co­lo­co entre los za­pa­tos para sen­tar­me mejor. La puer­ta del ar­ma­rio se en­tre­abre cuan­do me aco­mo­do. El cru­ji­do suena muy fuer­te paro al punto se de­tie­ne.

—¿Tess? —la puer­ta de la ha­bi­ta­ción se abre y papá entra de pun­ti­llas—. Ha ve­ni­do mamá. ¿No me has oído lla­mar­te?

Por la ren­di­ja del ar­ma­rio veo la con­fu­sión en su cara cuan­do se da cuen­ta de que el bulto de la cama sólo es el edre­dón. Lo le­van­ta para mirar de­ba­jo, como si cre­ye­ra que me he con­ver­ti­do en una li­li­pu­tien­se desde que me vio en el desa­yuno.

—¡Mier­da! —ex­cla­ma, y se frota la cara con una mano como si no com­pren­die­ra, se acer­ca a la ven­ta­na y se asoma al jar­dín.

Junto a él, en el al­féi­zar, hay una man­za­na de cris­tal verde. Me la die­ron en la boda de mi prima por ser dama de honor. Tenía doce años y hacia poco que me ha­bían diag­nos­ti­ca­do la en­fer­me­dad. Re­cuer­do que la gente me decía que es­ta­ba pre­cio­sa con la ca­be­za calva en­vuel­ta en un pa­ñue­lo flo­rea­do, mien­tras que todas las demás niñas lle­va­ban flo­res de ver­dad en un pelo de ver­dad.

Coge la man­za­na y la mira a la luz de la ma­ña­na. En su in­te­rior hay es­pi­ra­les beis y ma­rro­nes que se­me­jan el co­ra­zón de una man­za­na au­tén­ti­ca; una im­pre­sión de pe­pi­tas que in­tro­du­jo el que so­pla­ba el vi­drio. Papá le da vuel­tas len­ta­men­te con la mano. Yo he ob­ser­va­do el mundo a tra­vés de esa man­za­na verde mu­chas veces: pa­re­ce pe­que­ño y tran­qui­lo.

Pero no me gusta que papá toque mis cosas. Creo que de­be­ría ocu­par­se de Cal, que está abajo gri­tan­do algo sobre la an­te­na del te­le­vi­sor. Tam­bién creo que de­be­ría bajar y con­fe­sar­le a mamá que la única razón por la que le ha pe­di­do que vi­nie­ra es que desea que vuel­va con él. In­vo­lu­crar­se en cues­tio­nes de dis­ci­pli­na va con­tra los prin­ci­pios de mamá, así que no creo que papá quie­ra pe­dir­le con­se­jo sobre ese tema.

Deja la man­za­na y se acer­ca a la es­tan­te­ría, re­co­rre los lomos de mis li­bros con un dedo como si fuera las te­clas de un piano y cre­ye­ra que va a sonar una me­lo­día. Gira la ca­be­za para mirar el es­tan­te de los CD, coge uno, lee la cu­bier­ta, lo de­vuel­ve a su sitio.

—¡Papá! —llama Cal—. ¡La ima­gen se ve bo­rro­sa y mamá no sabe arre­glar­lo!

Mi padre sus­pi­ra y a lisa el edre­dón pa­sán­do­le la mano. Lee lo que tengo es­cri­to en la pared: todas las cosas que voy a echar de menos, todas las cosas que quie­ro. Sa­cu­de la ca­be­za, luego se aga­cha y re­co­ge una ca­mi­se­ta del suelo, la dobla y la deja sobre mi al­moha­da. Y en­ton­ces se da cuen­ta de que el cajón de la me­si­ta está un poco abier­to.

Cal se acer­ca por la es­ca­le­ra.

—¡Me estoy per­dien­do mis pro­gra­mas!

—¡Vuel­ve abajo, Cal! Ya voy.

Pero no va. Se sien­ta en el borde de mi cama y abre el cajón con un dedo. Den­tro hay hojas y más hojas que he es­cri­to sobre mi lista de ob­je­ti­vos. Mis pen­sa­mien­tos sobre las cosas que ya he hecho —sexo, dro­gas, in­frin­gir la ley— y mis pla­nes para el resto. Se va a lle­var un susto de muer­te si lee lo que pien­so hacer hoy: el nú­me­ro cinco. Se oye el su­su­rro del papel, el des­li­za­mien­to de la goma elás­ti­ca. In­ten­to in­cor­po­rar­me para salir del ar­ma­rio, aba­lan­zar­me sobre él y de­rri­bar­lo, pero Cal me salva al abrir la puer­ta de la ha­bi­ta­ción. Papá vuel­ve a meter los pa­pe­les en el cajón tor­pe­men­te y lo cie­rra de golpe.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora