Capitulo 10

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—¡Te has le­van­ta­do! —ex­cla­ma papá. Luego se fija en el mi­ni­ves­ti­do y aprie­ta los la­bios—. Dé­ja­me adi­vi­nar. ¿Has que­da­do con Zoey?

—¿Algo que ob­je­tar?

Me pasa las vi­ta­mi­nas sobre la mesa de la co­ci­na.

—No ol­vi­des esto.

Suele subír­me­las en una ban­de­ja, pero hoy no ten­drá que mo­les­tar­se. De­be­ría estar con­ten­to, pero se queda ahí sen­ta­do mi­rán­do­me mien­tras me trago una pas­ti­lla tras otra.

La vi­ta­mi­na E ayuda al cuer­po a re­cu­pe­rar­se de la anemia pos­ra­dia­ción. La vi­ta­mi­na A con­tra­rres­ta los efec­tos de la ra­dia­ción en el in­tes­tino. El olmo rojo re­po­ne la mu­co­sa que re­cu­bre todos los con­duc­tos de mi cuer­po. La sí­li­ce re­fuer­za los hue­sos. El po­ta­sio, el hie­rro y el cobre for­ta­le­cen el sis­te­ma in­mu­no­ló­gi­co. El áloe vera es para curar en ge­ne­ral. Y el ajo… bueno, papá leyó en al­gu­na parte que las pro­pie­da­des del ajo aún no se apre­cian como es de­bi­do. Él lo llama vi­ta­mi­na X. Me lo trago todo con zumo de na­ran­ja na­tu­ral y una cu­cha­ra de miel sin re­fi­nar. Ñam, ñam.

Des­li­zo la ban­de­ja de vuel­ta hacia su lado de la mesa con una son­ri­sa. Él se le­van­ta, la lleva al fre­ga­de­ro y la deja caer con es­tré­pi­to. Abre el grifo para lim­piar el cuen­co.

—Creo re­cor­dar que ayer te­nías náu­seas y dolor.

—Estoy bien. Hoy no me duele nada.

—¿No opi­nas que sería más sen­sa­to des­can­sar?

Ése es te­rreno pe­li­gro­so, así que cam­bio de tema rá­pi­da­men­te y des­vío mi aten­ción hacia Cal, que aplas­ta los copos de maíz en la leche. Lo veo tan tris­tón como a papá.

—¿Y a ti qué te pasa? —pre­gun­to.

—Nada.

—¡Es sá­ba­do! ¿No se su­po­ne que eso de­be­ría ale­grar­te?

—No te acuer­das, ¿ver­dad? —me es­pe­ta, mi­rán­do­me con du­re­za.

—¿De qué?

—Me di­jis­te que me lle­va­ría de com­pras a me­dia­dos de tri­mes­tre. Di­jis­te que usa­ría tu tar­je­ta de cré­di­to. —Cie­rra los ojos con fuer­za—. ¡Ya sabía yo que no lo ha­rías, mier­da!

—¡Tran­qui­lí­za­te! —or­de­na papá con ese tono de ad­ver­ten­cia que usa cuan­do Cal em­pie­za a des­con­tro­lar­se.

—Sé que lo dije, Cal, pero hoy no puedo.

Él me mira fu­rio­so.

—¡Pues yo quie­ro!

Así que tengo que ha­cer­lo. Son las re­glas. El punto nú­me­ro dos de mi lista es sim­ple. Debo decir que sí a todo du­ran­te un día en­te­ro. Sea lo que sea y me lo pida quien me lo pida.

Miro el ros­tro es­pe­ran­za­do de Cal cuan­do sa­li­mos por la can­ce­la, y de re­pen­te sien­to una pun­za­da de miedo.

—Voy a man­dar­le un men­sa­je a Zoey para de­cir­le que hemos sa­li­do.

Él me suel­ta que odia a Zoey, y eso es duro, por­que yo la ne­ce­si­to. Ne­ce­si­to su ener­gía. Y el hecho de que siem­pre ocu­rran cosas cuan­do estoy con ella.

—Quie­ro ir al par­que —añade.

—¿No eres un poco mayor para eso?

—Qué va. Será di­ver­ti­do.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora