Capitulo 29

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Me san­gra la nariz. Estoy de­lan­te del es­pe­jo del re­ci­bi­dor y la veo res­ba­lar por la bar­bi­lla y es­cu­rrir­se entre mis dedos hasta de­jar­me las manos vis­co­sas. Gotea en el suelo y se ex­tien­de por el te­ji­do de la al­fom­bra.

—Por favor —su­su­rro—. Ahora no. Esta noche no.

Pero no para.

Oigo a mamá arri­ba, dán­do­le las bue­nas no­ches a Cal. Cie­rra la puer­ta de su ha­bi­ta­ción y va al cuar­to de baño. Es­pe­ro, la oigo ori­nar y luego tirar la ca­de­na. La ima­gino la­ván­do­se las manos en la pila, se­cán­do­se­las con la toa­lla. Tal vez se esté mi­ran­do en el es­pe­jo, igual que yo aquí abajo. Me pre­gun­to si se sien­te tan dis­tan­te, tan atur­di­da como yo ante su pro­pio re­fle­jo.

Cie­rra la puer­ta del cuar­to de baño y baja las es­ca­le­ras. Le salgo al paso cuan­do llega al úl­ti­mo es­ca­lón.

—¡Oh, Dios mío!

—Me san­gra la nariz.

—¡Te sale a cho­rro! —Agita los bra­zos—. ¡Ven, de­pri­sa! —Me em­pu­ja hacia el salón. Unas grue­sas gotas sal­pi­can la al­fom­bra mien­tras ca­mino. Ama­po­las que flo­re­cen a mis pies—. Sién­ta­te. Re­cués­ta­te y aprié­ta­te la nariz.

Es lo con­tra­rio a lo que se su­po­ne que hay que hacer, así que no obe­dez­co. Adam lle­ga­rá den­tro de diez mi­nu­tos para irnos a bai­lar. Mamá me ob­ser­va un mo­men­to y luego sale co­rrien­do del salón. Pien­so que a lo mejor ha ido a vo­mi­tar, pero vuel­ve con una ser­vi­lle­ta y me la tien­de brus­ca­men­te.

—Re­cués­ta­te. Aprie­ta la ser­vi­lle­ta con­tra la nariz.

Esta vez obe­dez­co, ya que a mi ma­ne­ra no fun­cio­na. La san­gre me baja por la gar­gan­ta. Me trago toda la que puedo, pero una buena parte se me va a la boca y no me deja res­pi­rar. Me in­clino hacia de­lan­te y es­cu­po en la ser­vi­lle­ta. Veo un gran coá­gu­lo de san­gre re­lu­cien­te, de un ex­tra­ño rojo os­cu­ro. Sin duda, no es algo que deba estar fuera de mi cuer­po.

—Dame eso —dice mamá.

Le en­tre­go la ser­vi­lle­ta, y ella la exa­mi­na antes de es­tru­jar­la. Ahora sus manos tam­bién están ma­cha­das de san­gre, como las mías.

—¿Qué hago, mamá? Adam lle­ga­rá en­se­gui­da.

—Pa­ra­rá en un mo­men­to.

—¡Mira cómo tengo la ropa!

Sa­cu­de la ca­be­za con de­ses­pe­ra­ción.

—Será mejor que te tum­bes.

Eso tam­po­co hay que ha­cer­lo, pero la he­mo­rra­gia no para, así que todo se ha ido a la porra. Mamá se sien­ta al borde del sofá. Me tumbo y veo for­mas que se vuel­ven bri­llan­tes y se di­si­pan. Ima­gino que estoy en un barco que se hunde. Una som­bra ale­tea fren­te a mí.

—¿Te en­cuen­tras mejor?

—Sí.

Se­gu­ro que no me cree, por­que va a la co­ci­na y re­gre­sa con una cu­bi­te­ra de hielo. Se aga­cha junto al sofá y la vacía en su re­ga­zo. Los cu­bi­tos se des­li­zan por sus te­ja­nos y caen en la al­fom­bra. Re­co­ge uno, le quita la pe­lu­sa y me lo da.

—Pón­te­lo en la nariz.

—Se­rían mejor unos gui­san­tes con­ge­la­dos, mamá.

Lo pien­sa unos se­gun­dos, luego sale otra vez y vuel­ve con un pa­que­te de maíz dulce.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora