Capitulo 30

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—Quie­ro que Adam venga a vivir aquí.

Ató­ni­to papá se gira en el fre­ga­de­ro y sus manos go­tean jabón.

—¡Qué ri­di­cu­lez es ésa!

Lo digo en serio.

—¿Y dónde se su­po­ne que va dor­mir?

—En mi ha­bi­ta­ción.

—¡Ni ha­blar, Tessa! — Se da la vuel­ta otra vez y en­tre­cho­ca cuen­cos y pla­tos—. ¿Está en tu lista? ¿Tener a tu novio vi­vien­do en casa?

—Se llama Adam.

Sa­cu­de la ca­be­za.

—Ol­ví­da­lo.

—En­ton­ces me iré yo a su casa.

—¿Crees que su madre te que­rrá allí?

—Pues en­ton­ces nos ire­mos a Es­co­cia y vi­vi­re­mos en una gran­ja. ¿Lo pre­fie­res así?

Se vuel­ve hacia mí con gesto fu­rio­so.

—La res­pues­ta en no, Tess.

De­tes­to que quie­ra im­po­ner su au­to­ri­dad a fuer­za de au­to­ri­dad. Subo a mi ha­bi­ta­ción ca­brea­da y doy un por­ta­zo. Él pien­sa que es por el sexo. ¿Es que no puede ver más allá? ¿Y no se da cuen­ta de lo di­fí­cil que me re­sul­ta pe­dír­se­lo?

Hace tres se­ma­nas, a fi­na­les de enero, Adam me llevó en la moto, más lejos y a más ve­lo­ci­dad que la vez an­te­rior, a un lugar cerca de Kent donde hay un te­rreno pan­ta­no­so que baja en suave pen­dien­te hacia una playa. Había cua­tro ae­ro­ge­ne­ra­do­res mar aden­tro, y sus palas fan­tas­ma­les gi­ra­ban sin parar.

Él lanzó pie­dras a las olas y yo me senté en la playa de gui­ja­rros y le conté que mi lista se es­ta­ba ex­pan­dien­do, ale­ján­do­se de mí.

—Quie­ro tan­tas cosas. Diez ya no bas­tan.

—Cuén­ta­me.

Al prin­ci­pio fue fácil. Aña­día y aña­día. Pri­ma­ve­ra. Nar­ci­sos y tu­li­pa­nes. Nadar bajo un tran­qui­lo y des­pe­ja­do cielo noc­turno. Un largo viaje en tren, un pavo real, una co­me­ta. Otro ve­rano. Pero no pude de­cir­le qué era lo que más desea­ba.

Aque­lla noche Adam se fue a su casa. Todas las no­ches se va a su casa para cui­dar de su madre. Duer­me a unos me­tros de mí, al otro lado de la pared, al otro lado del ar­ma­rio.

Al día si­guien­te apa­re­ció con unas en­tra­das para el Zoo. Fui­mos en tren. Vimos lobos y an­tí­lo­pes. Un pavo real des­ple­gó su cola para mí, es­me­ral­da y agua­ma­ri­na. Co­mi­mos en una ca­fe­te­ría y Adam me com­pró una ban­de­ja de fruta con una uva negra y mango de vis­to­so co­lo­ri­do.

Unos días más tarde me llevó a una pis­ci­na cli­ma­ti­za­da. Des­pués de nadar, nos sen­ta­mos en el borde, en­vuel­tos en toa­llas y con los pies en el agua. To­ma­mos cho­co­la­te ca­lien­te y nos reí­mos de los niños que daban chi­lli­dos al salir al aire frío Una ma­ña­na me trajo un cuen­co de flo­res de aza­frán a mi ha­bi­ta­ción.

—Pri­ma­ve­ra — dijo.

Me llevó a nues­tra co­li­na en la moto. Me com­pró una co­me­ta ple­ga­ble en el quios­co y la echa­mos a volar jun­tos.

Día tras día era como si al­guien hu­bie­se hecho pe­da­zos mi vida y le hu­bie­se dado bri­llo a cada trozo con mucho cui­da­do antes de vol­ver a unir­los.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora