Capitulo 3

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Por su­pues­to, fui­mos a la dis­co­te­ca. Nunca hay chi­cas su­fi­cien­tes un sá­ba­do por la noche y Zoey tiene un cuer­po es­tu­pen­do. Los go­ri­las de la puer­ta ba­bean al verla y nos in­di­can que nos acer­que­mos al prin­ci­pio de la cola. Ella les de­di­ca unos pasos de baile cuan­do en­tra­mos, y sus ojos nos si­guen a tra­vés del ves­tí­bu­lo hasta el guar­da­rro­pa.

—¡Que pasen una noche es­tu­pen­da, se­ño­ras! —nos gri­tan.

—No te­ne­mos que pagar. Somos las jefas.

Des­pués de dejar los abri­gos en el guar­da­rro­pa, vamos a la barra y pe­di­mos dos Co­ca­Co­las. Zoey añade ron a la suya de la pe­ta­ca que lleva en el bolso. Dice que todos sus com­pa­ñe­ros de fa­cul­tad lo hacen, por­que así las copas les salen más ba­ra­tas. Yo me aten­dré a la prohi­bi­ción de beber, por­que me re­cuer­da a la ra­dio­te­ra­pia. En una oca­sión, entre una se­sión y otra, me em­bo­rra­ché con una mez­cla de be­bi­das que saqué del ar­ma­rio de los li­co­res de papá, y ahora las dos cosas están aso­cia­das en mi ca­be­za: el al­cohol y el sabor de una irra­dia­ción cor­po­ral total.

Nos apo­ya­mos en la barra para echar un vis­ta­zo al local. Está re­ple­to, y en la pista de baile so­bran los cuer­pos. Las luces per­si­guen tor­sos, culos, el techo.

—Por cier­to, llevo con­do­nes —dice Zoey—. Están en mi bolso, si los ne­ce­si­tas. —Me toca la mano—. ¿Te en­cuen­tras bien?

—Sí.

—¿No te estás asus­tan­do?

—No.

Una ver­ti­gi­no­sa sala re­ple­ta de gente un sá­ba­do por la noche es exac­ta­men­te lo que que­ría. He em­pe­za­do mi lista de cosas y Zoey me está ayu­dan­do. Esta noche voy a ta­char la nú­me­ro uno: sexo. Y no voy a morir hasta ta­char las diez.

—Mira —dice Zoey— ¿Qué te pa­re­ce ése? —se­ña­la a un chico. Baila bien, mo­vién­do­se con los ojos ce­rra­dos, como si fuera la única per­so­na en la pista, como si no ne­ce­si­ta­ra nada más que la mú­si­ca—. Viene todos los fines de se­ma­na. No sé cómo se lo monta para fumar po­rros aquí sin que lo echen. Está bueno, ¿eh?

—No quie­ro un dro­ga­ta.

Ella me mira ce­ñu­da.

—¿De qué coño estás ha­blan­do?

—Si está col­ga­do, no me re­cor­da­rá. Y tam­po­co quie­ro nin­gún bo­rra­cho.

Zoey deja su be­bi­da sobre la barra con un golpe.

—Es­pe­ro que no estés pen­san­do en enamo­rar­te. No me digas que está en tu lista.

—No, en reali­dad no.

—Bien, por­que de­tes­to re­cor­dar­te que no tie­nes tiem­po para eso. ¡Ahora, venga, em­pe­ce­mos de una vez!

Me arras­tra hacia la pista. Nos acer­ca­mos al fu­me­ta para que se fije en no­so­tras y nos po­ne­mos a bai­lar.

Y es guay. Es como per­te­ne­cer a una tribu, con todos mo­vién­do­nos y res­pi­ran­do al mismo ritmo. La gente se mira, exa­mi­nán­do­se unos a otros. Nadie puede evi­tar­lo.

Estar aquí, un sá­ba­do por la noche, bai­lan­do y atra­yen­do las mi­ra­das de un chico con el ves­ti­do de Zoey… Al­gu­nas chi­cas nunca viven algo así. Ni si­quie­ra esto.

Sé lo que ocu­rri­rá des­pués por­que he te­ni­do mucho tiem­po para leer y co­noz­co los pasos. El fu­me­ta se acer­ca­rá más para ver­nos bien. Zoey no lo mi­ra­rá, pero yo sí. Man­ten­dré la mi­ra­da un se­gun­do más y él se in­cli­na­rá hacia mí y me pre­gun­ta­rá mi nom­bre. "Tessa", le diré, y él lo re­pe­ti­rá: la dura T, la doble s sil­ban­te, la es­pe­ran­za­da a. Yo la­dea­ré la ca­be­za para ex­pre­sar que lo ha en­ten­di­do bien, que me gusta lo dulce y nuevo que suena mi nom­bre en su boca. En­ton­ces él ex­ten­de­rá las manos con las pal­mas hacia arri­ba, como di­cien­do: "Me rindo, ¿qué puedo hacer con tanta be­lle­za?" Yo son­rei­ré tí­mi­da­men­te y mi­ra­ré al suelo. Eso le in­di­ca­rá que puede abor­dar­me, que no voy a mor­der­lo, que co­noz­co el juego. Me ro­dea­rá con sus bra­zos y luego bai­la­re­mos jun­tos, con mi ca­be­za sobre su pecho, es­cu­chan­do su co­ra­zón, el co­ra­zón de un des­co­no­ci­do.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora