Capitulo 11

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—¿Es cier­to? —pre­gun­ta Cal de ca­mino a la pa­ra­da de au­to­bús—. ¿Te gusta estar en­fer­ma?

—A veces.

—¿Por eso te has me­ti­do en el agua?

Me de­ten­go y lo miro di­rec­ta­men­te a los ojos. Son cla­ros y azu­les, como motas gri­ses como los míos. Te­ne­mos fotos suyas y mías a la misma edad y nos se nos dis­tin­gue.

—Me he me­ti­do en el agua por­que tengo una lista de cosas para hacer. Hoy debo decir sí a todo.

Cal re­fle­xio­na al res­pec­to, tarda unos se­gun­dos en com­pren­der las im­pli­ca­cio­nes, y luego son­ríe de oreja a oreja.

—En­ton­ces, ¿tie­nes que decir sí a todo lo que te pida?

—Eres un niño muy in­te­li­gen­te.

Subimos al pri­mer au­to­bús que pasa y nos sen­ta­mos en la parte de arri­ba, al fondo.

—Vale —su­su­rra Cal—. Sá­ca­le la len­gua a ese hom­bre.

Le en­can­ta cuan­do obe­dez­co.

—Ahora hazle el signo de la vic­to­ria a esa mujer de la acera… ahora lán­za­les besos a esos chi­cos.

—Sería más di­ver­ti­do si tú lo hi­cie­ras con­mi­go.

Ha­ce­mos mue­cas, sa­lu­da­mos a todo el mundo, gri­ta­mos "mocos", "culo" y "pi­li­la" a pleno pul­món. Cuan­do apre­ta­mos el botón para so­li­ci­tar la pa­ra­da, es­ta­mos solos en la pla­ta­for­ma de arri­ba. Todo el mundo nos de­tes­ta, pero nos da igual.

—¿Adón­de vamos? —pre­gun­ta Cal.

—De com­pras.

—¿Has traí­do la tar­je­ta de cré­di­to? ¿Vas a com­prar­me algo?

—Sí.

Pri­me­ro com­pra­mos un Ho­ver­Cop­ter te­le­di­ri­gi­do, capaz de ele­var­se y volar hasta diez me­tros de al­tu­ra. Cal tira el en­vol­to­rio en la pa­pe­le­ra que hay a la en­tra­da de la tien­da y lo prue­ba en la calle. Ca­mi­na­mos de­trás del apa­ra­to, des­lum­bra­dos por sus luces mul­ti­co­lo­res, hasta lle­gar a la len­ce­ría.

Pido a Cal que se sien­te den­tro de la tien­da, como todos los hom­bres que es­pe­ran a sus mu­je­res. Es ma­ra­vi­llo­so qui­tar­se la ropa no para un exa­men mé­di­co, sino para una mujer de voz ama­ble que me toma las me­di­das para un ca­rí­si­mo su­je­ta­dor de en­ca­je.

—Lila —res­pon­do cuan­do me pre­gun­ta el color. Y tam­bién quie­ro las bra­gas a juego.

Des­pués de pagar, me en­tre­ga el con­jun­to en una ele­gan­te bolsa de asas pla­tea­das.

A con­ti­nua­ción le com­pro a Cal un ro­bot-hu­cha par­lan­te. Luego es­co­jo unos te­ja­nos para mí, el mismo mo­de­lo pi­ti­llo pre­la­va­do que tiene Zoey.

Cal elige un juego de PlayS­ta­tion. Yo, un ves­ti­do. Es de seda es­me­ral­da y negra, y es lo más caro que me he com­pra­do en mi vida. Me miro en el es­pe­jo par­pa­dean­do, dejo el ves­ti­do hú­me­do en el pro­ba­dor y vuel­vo con Cal.

—Guay —aprue­ba al verme—. ¿Queda di­ne­ro para un reloj di­gi­tal?

Le com­pro tam­bién un des­per­ta­dor que pro­yec­ta la hora en tres di­men­sio­nes sobre el techo de la ha­bi­ta­ción.

Des­pués son unas botas. De piel, con cre­ma­lle­ra y un poco de tacón. Y una bolsa de viaje en la misma tien­da para meter todas las com­pras.

Tras una vi­si­ta en la tien­da de magia, te­ne­mos que ad­qui­rir una ma­le­ta con rue­das para meter la bolsa. Cal dis­fru­ta guián­do­la, pero me pasa por la ca­be­za la idea de que si com­pra­mos más cosas, ten­dré que com­prar un coche para lle­var la ma­le­ta. Y un ca­mión para el coche. Y un barco para el ca­mión. Com­pra­re­mos un puer­to, un océano, un con­ti­nen­te.

El dolor de ca­be­za em­pie­za en el Mc­Do­nald's. Es como si de re­pen­te al­guien me arran­ca­ra el cuero ca­be­llu­do y hur­ga­ra en mi ce­re­bro. Me sien­to ma­rea­da y con náu­seas, y el mundo se me echa en­ci­ma. Tomo pa­ra­ce­ta­mol, aun­que sólo me ali­via­rá un poco.

—¿Te en­cuen­tras bien? —pre­gun­ta Cal.

—Sí.

Sabe que mien­to. Está ahíto de co­mi­da y sa­tis­fe­cho como un rey, pero hay miedo en sus ojos.

—Quie­ro irme a casa.

Tengo que decir que sí. Los dos fin­gi­mos que no es por mí.

Me quedo en la acera es­pe­ran­do mien­tras él para un taxi, apo­ya­da en la pared para no caer.

No voy a ter­mi­nar este día con una trans­fu­sión. Hoy no van a in­tro­du­cir­me sus obs­ce­nas agu­jas en el cuer­po.

En el taxi, la mano de Cal es pe­que­ña y amis­to­sa y se aco­pla per­fec­ta­men­te a la mía. Trato de dis­fru­tar el mo­men­to. No se ofre­ce a me­nu­do a co­ger­me la mano.

—¿Nos re­ñi­rá mucho papá? —pre­gun­ta.

—Bah. ¿Qué puede ha­cer­nos?

Ríe.

En­ton­ces, ¿po­de­mos re­pe­tir­lo otro día?

—Claro.

—¿Po­de­mos ir a pa­ti­nar sobre hielo la pró­xi­ma vez?

—De acuer­do.

Sigue par­lo­tean­do sobre raf­ting en aguas bra­vas, dice que le gus­ta­ría mon­tar a ca­ba­llo y que no le im­por­ta­ría pro­bar el banyi. Miro por la ven­ta­ni­lla con la ca­be­za a punto de es­ta­llar. La luz se re­fle­ja en los muros y las caras, y me llega, bri­llan­te y cer­ca­na, como cien fue­gos ar­dien­tes.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora