Capitulo 32

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La muer­te me ata a la cama del hos­pi­tal, me clava sus ga­rras en el pecho y se queda ahí po­sa­da. No sabía que do­le­ría tanto. No sabía que me va­cia­ría de todo lo bueno que me ha pa­sa­do en la vida.

Está ocu­rrien­do ahora y es cier­to de ver­dad de ver­dad y por mucho que todos me pro­me­tan que me re­cor­da­rán no im­por­ta si me re­cuer­dan o no ya que no voy a en­te­rar­me por­que me habré ido.

Un agu­je­ro negro se abre en la es­qui­na de la ha­bi­ta­ción y se llena de nie­bla, como una tela on­dean­do entre los ár­bo­les.

Me oigo a mí misma gi­mien­do a lo lejos. No quie­ro es­cu­char.

Capto el peso de las mi­ra­das. De en­fer­me­ra a mé­di­co, de mé­di­co a papá. Sus voces apa­ga­das. El pá­ni­co brota de la gar­gan­ta de papá.

To­da­vía no. To­da­vía no.

No dejo de pen­sar en flo­res. Flo­res blan­cas caen de un cielo que vuel­tas. Qué pe­que­ños somos los seres hu­ma­nos, qué vul­ne­ra­bles com­pa­ra­dos con las rocas, las es­tre­llas.

Viene Cal. Lo re­co­noz­co. Quie­ro de­cir­le que no se asus­te.

Quie­ro que me hable con su voz nor­mal y me cuen­te algo gra­cio­so. Pero se queda pe­ga­do a papá, en­co­gi­do y ca­lla­do, y su­su­rra:

—¿Qué pasa?

—Tiene una in­fec­ción.

—¿Se va a morir?

—Le han dado an­ti­bió­ti­cos.

—En­ton­ces, ¿se pon­drá mejor?

Si­len­cio.

No es así como se su­po­nía que iba a ser. No tan de re­pen­te, como si me hu­bie­ra atro­pe­lla­do un coche. No con este ex­tra­ño calor, esta sen­sa­ción de con­tu­sio­nes ma­si­vas por todo el cuer­po. La leu­ce­mia es una en­fer­me­dad pro­gre­si­va. Se su­po­ne que tengo que de­bi­li­tar­me más y más hasta que ya no me im­por­te.

Pero aún me im­por­ta. ¿Cuán­do de­ja­rá de im­por­tar­me?

In­ten­to pen­sar en cosas sen­ci­llas: pa­ta­tas her­vi­das, leche.

Pero me vie­nen a la ca­be­za cosas que me asus­tan: ár­bo­les pe­la­dos, ban­de­jas de polvo. La cuer­va blan­que­ci­na de una man­dí­bu­la.

Quie­ro de­cir­le a papá lo asus­ta­da que estoy, pero ha­blar es como salir de una cuba de acei­te. Mis pa­la­bras sur­gen de un lugar des­co­no­ci­do, os­cu­ras y res­ba­la­di­zas.

—No dejes que me caiga.

—Yo te su­je­to.

—Me caigo.

—Estoy aquí. Te su­je­to.

Pero sus ojos de­no­tan miedo y tiene la cara flá­ci­da, como un viejo de cien años.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora