Capitulo 9

1.4K 34 0
                                    

—No sé por qué los han en­via­do —dice la re­cep­cio­nis­ta.

—Nos ci­ta­ron aquí hoy —res­pon­de papá—. Llamó la se­cre­ta­ria del doc­tor Ryan y nos dio que vi­nié­ra­mos.

—¿Aquí, hoy?

—Sí, hoy y aquí.

Ella re­so­pla, des­vía la vista hacia el or­de­na­dor y re­vi­sa la pan­ta­lla de arri­ba abajo.

—¿Es para una pun­ción lum­bar?

—No. —Papá pa­re­ce cada vez más ca­brea­do—. ¿Es que hoy no vi­si­ta el doc­tor Ryan?

Me sien­to en la sala de es­pe­ra y los dejo a lo suyo. Veo a los sos­pe­cho­sos ha­bi­tua­les: la banda del som­bre­ro en un rin­cón, en­chu­fa­dos a su apa­ra­to de qui­cio por­tá­til y ha­blan­do de dia­rrea y vó­mi­tos; un niño afe­rra­do a la mano de su madre, con su en­de­ble ca­be­llo en la misma etapa de cre­ci­mien­to que el mío, y una chica sin cejas que finge leer un libro. Se ha pin­ta­do unas cejas fal­sas por en­ci­ma del borde de las gafas. Me ve mi­rán­do­la y son­ríe, pero yo paso de esas cosas. Tengo por norma no re­la­cio­nar­me con gente que está ago­ni­zan­do. No me trae nada bueno. En una oca­sión me hice amiga de una chica en esta con­sul­ta. Se lla­ma­ba Án­ge­la y nos en­viá­ba­mos e-mails a dia­rio, hasta que un día ella dejó de ha­cer­lo. Al final su madre te­le­fo­neó a mi padre y le dijo que Án­ge­la había muer­to. Muer­ta. Así, sin de­cir­me nada. De­ci­dí no preo­cu­par­me por nadie más.

Cojo una re­vis­ta, pero ni si­quie­ra he te­ni­do tiem­po de abrir­la cuan­do papá me da unos to­que­ci­tos en el hom­bro.

—¡Con­fir­ma­do!

—¿Qué?

—No­so­tros te­nía­mos razón y ella es­ta­ba equi­vo­ca­da —Se­ña­la ale­gre­men­te a la re­cep­cio­nis­ta mien­tras me ayuda a le­van­tar­me—. Esa idio­ta no sabe ni dónde tiene el culo. El gran hom­bre nos va a re­ci­bir en su des­pa­cho.

El doc­tor Ryan tiene una man­cha roja en la bar­bi­lla. No puedo evi­tar mi­rar­la fi­ja­men­te cuan­do nos sen­ta­mos fren­te a su mesa. Me pre­gun­to si será salsa de pasta o sopa. ¿Acaba de ter­mi­nar una ope­ra­ción? Quizá sea san­gre.

—Gra­cias por venir —dice él, y se frota las manos en el re­ga­zo.

Papá acer­ca la silla y aprie­ta su ro­di­lla con­tra la mía. Yo trago sa­li­va con es­fuer­zo, in­ten­tan­do con­te­ner el im­pul­so de le­van­tar­me e irme. Si no lo es­cu­cho, no sabré lo que va a decir, y quizá en­ton­ces no sea cier­to.

Pero el doc­tor Ryan no va­ci­la y su voz es muy firme.

—Tessa, me temo que no tengo bue­nas no­ti­cias. La úl­ti­ma pun­ción lum­bar mues­tra que el cán­cer se ha ex­ten­di­do al flui­do es­pi­nal.

—¿Eso es malo? —pre­gun­to, bro­mean­do un poco.

Él no ríe.

—Es muy malo, Tessa. Sig­ni­fi­ca que tu sis­te­ma ner­vio­so cen­tral ha re­caí­do. Sé que es muy duro oír esto, pero las cosas están avan­zan­do más de­pri­sa de lo que creía­mos en un prin­ci­pio.

Lo miro.

—¿Las cosas?

Él se mueve en su asien­to.

—Está más avan­za­do, Tessa.

Hay un gran ven­ta­nal de­trás de su mesa y veo las copas de los ár­bo­les. Veo sus ramas, las hojas secas un trozo de cielo.

—¿Cuán­to más?

—Sólo puedo pre­gun­tar­te cómo te sien­tes, Tessa. ¿Estás más can­sa­da? ¿Tie­nes más náu­seas? ¿Sien­tes dolor en las pier­nas?

—Un poco.

—No me co­rres­pon­de a mí de­ci­dir, pero te re­co­mien­do que hagas las cosas que quie­ras hacer. Tiene dia­po­si­ti­vas para apo­yar su ar­gu­men­ta­ción. Nos las pasa como si fue­ran fotos de las va­ca­cio­nes, se­ña­lan­do pe­que­ñas man­chas ne­gras, le­sio­nes, bo­rro­nes pe­ga­jo­sos que flo­tan li­bres. Es como si den­tro de mí hu­bie­ran de­ja­do suel­to a un niño con un pin­cel, un bote de pin­tu­ra negra y de­ma­sia­do en­tu­sias­mo.

Papá in­ten­ta in­fruc­tuo­sa­men­te no echar­se a llo­rar.

—¿Qué pa­sa­rá ahora? —pre­gun­ta, y le res­ba­lan unos la­gri­mo­nes si­len­cio­sos. El mé­di­co le ofre­ce un pa­ñue­lo de papel.

Al otro lado del ven­ta­nal, la pri­me­ra llu­via del día sal­pi­ca el cris­tal. Una rá­fa­ga de vien­to arran­ca una hoja, que bri­lla con des­te­llos do­ra­dos y rojos al caer.

—Quizá Tessa res­pon­da a una me­di­ca­ción in­tra­te­cal in­ten­si­va —res­pon­de el doc­tor—. Yo pro­pon­dría me­to­tre­xa­to e hi­dro­cor­ti­so­na du­ran­te cua­tro se­ma­nas. Si tiene éxito, me­jo­ra­rían sus sín­to­mas y po­dría­mos con­ti­nuar con un pro­gra­ma de man­te­ni­mien­to.

Sigue ha­blan­do y papá sigue es­cu­chán­do­lo, pero yo dejo de oírlo.

Va a ocu­rrir de ver­dad. Di­je­ron que ocu­rri­ría, pero ha sido más rá­pi­do de lo que todo el mundo pen­sa­ba. Real­men­te no voy a vol­ver nunca a clase. Jamás. Nunca seré fa­mo­sa ni de­ja­ré nada que valga la pena tras de mí. Nunca iré a la uni­ver­si­dad ni ten­dré un tra­ba­jo. No veré cre­cer a mi her­mano. No via­ja­ré, no ga­na­ré di­ne­ro, no con­du­ci­ré, no me enamo­ra­ré nunca ni me iré de casa.

Es cier­to, de ver­dad.

Me aco­me­te un pen­sa­mien­to que surge en los dedos de los pies y me re­co­rre por den­tro, hasta que ahoga todo lo demás y se con­vier­te en la única cosa en que estoy pen­san­do. Me llena com­ple­ta­men­te, como un grito si­len­cio­so. Llevo en­fer­ma tanto tiem­po…hin­cha­da, ma­rea­da, con la piel pla­ga­da de man­chas, las uñas que­bra­di­zas, el pelo que se cae y una sen­sa­ción de náu­seas que pe­ne­tra hasta los hue­sos. No es justo. No quie­ro morir así, no antes de vivir real­men­te. Todo me pa­re­ce claro. Me sien­to casi es­pe­ran­za­da, lo que es una lo­cu­ra. Quie­ro vivir antes de morir. Es lo único que tiene sen­ti­do.

Y de re­pen­te vuel­vo a ver el des­pa­cho con cla­ri­dad.

El mé­di­co con­ti­núa ha­blan­do, ahora sobre prue­bas con dro­gas que se­gu­ra­men­te no me ayu­da­rán a mí, pero que po­drían ayu­dar a otros. Papá llora en si­len­cio, y yo miro por la ven­ta­na y me pre­gun­to por qué la luz pa­re­ce ex­tin­guir­se tan de­pri­sa. ¿Qué hora es? ¿Cuán­to tiem­po hace que estoy aquí sen­ta­da? Mi reloj marca las tres y media y el día ya casi ha aca­ba­do. Es oc­tu­bre. Todos los chi­cos que em­pe­za­ron las cla­ses re­cien­te­men­te con sus mo­chi­las y es­tu­ches nue­vos es­ta­rán es­pe­ran­do con im­pa­cien­cia lle­gar a la mitad del tri­mes­tre. Cómo pasa el tiem­po. Pron­to será Ha­llo­ween, des­pués la noche de la ho­gue­ra. Na­vi­dad. Pas­cua. Y luego mi cum­plea­ños, en mayo. Cum­pli­ré die­ci­sie­te.

¿Hasta cuán­do podré apla­zar­lo? No lo sé. Sólo sé que tengo dos op­cio­nes: que­dar­me me­ti­da en la cama y se­guir mu­rién­do­me, o vol­ver a mi lista y se­guir vi­vien­do.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora