Capitulo 28

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El co­ra­zón me late des­acom­pa­sa­do.

—Puedo ha­cer­lo yo.

—No —dice Adam—. Dé­ja­me a mí.

Cada he­bi­lla es un ob­je­to de aten­ción ab­so­lu­ta; luego me quita las botas y las deja en el suelo una al lado de la otra.

Me aga­cho para sen­tar­me a su lado en la al­fom­bra. Le desato las za­pa­ti­llas de­por­ti­vas, le pongo los pies sobre mi re­ga­zo y se las quito. Le aca­ri­cio los to­bi­llos, re­co­rro sus pan­to­rri­llas con las manos por de­ba­jo de los pan­ta­lo­nes. Lo estoy to­can­do. Estoy to­can­do el suave vello de sus pier­nas. Ig­no­ra­ba que podía ser tan audaz.

Lo con­ver­ti­mos en un juego, como el strip poker, pero sin car­tas ni dados. Le bajo la cre­ma­lle­ra de la cha­que­ta y se la quie­to por los hom­bros para que caiga al suelo. Él me des­abro­cha el abri­go y lo des­li­za hacia abajo. En­cuen­tra una hoja del jar­dín en mi pelo. Ju­gue­teo con sus es­pe­sos ricos mo­re­nos.

Nada pa­re­ce tri­vial con él mi­rán­do­me, así que actúo des­pa­cio con los bo­to­nes de su ca­mi­sa. Él úl­ti­mo se con­de­na en forma de pla­ne­ta bajo nues­tra mi­ra­da: blan­co como la leche y per­fec­ta­men­te re­don­do.

Es asom­bro­so que los dos se­pa­mos lo que de­be­mos hacer. Ni si­quie­ra tengo que pen­sar­lo. No es ha­bi­li­dad ni co­no­ci­mien­to. Es como si des­cu­brié­ra­mos el ca­mino jun­tos.

Le­van­to los bra­zos como una niña para que me quite el jer­sey. El pelo, mi nuevo pelo, se elec­tri­za y cre­pi­ta en la os­cu­ri­dad. Me hace reír. Sien­to como si mi cuer­po fuera fuer­te y sano.

Sus dedos me rozan los pe­chos a tra­vés del su­je­ta­dor, y él sabe, por­que nos mi­ra­mos, que me gusta. Me han to­ca­do mu­chas per­so­nas, me han pin­cha­do y hur­ga­do, en­ca­mi­na­do y ope­ra­do. Pen­sa­ba que mi cuer­po se había vuel­to in­sen­si­ble al tacto. Vol­ve­mos a be­sar­nos. Du­ran­te va­rios mi­nu­tos. Besos di­mi­nu­tos, en el que él me muer­de el labio su­pe­rior y yo re­co­rro sus la­bios con la len­gua. La ha­bi­ta­ción pa­re­ce llena de fan­tas­mas, de ár­bo­les, de cielo.

Los besos se tor­nan más pro­fun­dos. Nos su­mer­gi­mos el uno en el otro. Es como la pri­me­ra vez que nos be­sa­mos: con apre­mio, con vehe­men­cia.

—Te deseo —dice.

Y yo le deseo a él.

Quie­ro en­se­ñar­le en en­se­ñar­le mis pe­chos. Quie­ro des­abro­char­me el su­je­ta­dor y de­jar­los li­bres. Tiro de él hacia la cama sin dejar de be­sar­nos: la gar­gan­ta, el cue­llo, la boca. La ha­bi­ta­ción pa­re­ce llena de humo, como si algo ar­die­ra entre no­so­tros.

Me tumbo en la cama y sa­cu­do las ca­de­ras. Quie­ro qui­tar­me los te­ja­nos. Quie­ro ex­hi­bir­me ante él, quie­ro que me vea.

—¿Estás se­gu­ra de esto?

—Del todo.

Es sen­ci­llo.

Adam me des­abro­cha los te­ja­nos. Yo le des­abro­cho el cin­tu­rón con una mano, como en un truco de magia. Paso el dedo por su om­bli­go, em­pu­jan­do los bó­xers con el pul­gar.

El tacto de su piel con­tra la mía, su peso sobre mí, su calor; no sabía que sería así. No com­pren­día que, cuan­do se hace el amor, se hace real­men­te. Des­pier­ta cosas. Afec­ta a los dos. Se me es­ca­pa un sus­pi­ro des­lum­bra­do. Él ins­pi­ra con un leve ge­mi­do.

Se mano se des­li­za bajo mi ca­de­ra, la busco con la mía, nues­tros dedos se jun­tan. No estoy se­gu­ra de a quién per­te­ne­ce cada mano.

Soy Tessa.

Soy Adam.

Es ab­so­lu­ta­men­te her­mo­so fu­sio­nar­se con otra per­so­na.

El tacto de nues­tra piel en los dedos. Nues­tro sabor en la boca.

todo el rato nos mi­ra­mos a los ojos, muy aten­tos, como en la mú­si­ca, como en la danza.

Crece un ansia entre ambos, cam­bian­do, au­men­tan­do. Lo deseo. Lo deseo más cerca de mí. No es­ta­mos lo bas­tan­te cerca. Rodeo su cuer­po con las pier­nas, em­pu­jo su es­pal­da hacia mí, tra­tar­lo de acer­car­lo aún más.

Cuan­do todo mi cuer­po im­plo­sio­na sien­to que mi co­ra­zón se eleva para unir­se a mi alma. Como una pie­dra que cae en un es­tan­que, las ondas del amor ten­san todos mis múscu­los.

Adam grita de ale­gría.

Lo es­tre­cho fuer­te­men­te Con­tra mí. Me asom­bro de él. Me asom­bro de no­so­tros. De este re­ga­lo.

Adam me aca­ri­cia la ca­be­za, la cara, besa mis lá­gri­mas.

Estoy viva, di­cho­sa de estar con él aquí y ahora.

Antes de MorirmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora